A Lisandro
A Lisandro
Es la preparación de un viaje. Un viaje lejos. Valija de antes, de mano, cuerina verde, en un ángulo tiene una ventana transparente donde va la etiqueta con las señas del dueño. Una etiqueta blanca con su letra original, segura, redondeada, la misma con que firmaba los boletines de los dos hijos. El hombre enclenque, la letra firme; el esmero empezaba con la caligrafía, el respeto por las sangrías, tildes, renglones. Nombre y apellido. Le quedó lugar para una firma abreviada, inalterable. 88 años, un paréntesis junto al nombre. Difícil saber para quién es la advertencia. Una muda de ropa de calle, una colonia Old Spice, una foto de mamá (aún dormida, exhausta de atenderlo todo el día). En el sobre interno de la valija ordenó medias, pañuelos, calzoncillos y los documentos. ¿Pantuflas? ¡Dónde irá!
Es un viaje lejos pero nadie conoce el proyecto. Habrá que girarle la jubilación y algunas rentas. Es definitivo, piensa. Eso sí, él habrá de avisarles ni bien llegue y se instale en lo de Mauricia. El pasaje de colectivo (sólo ida) lo guarda en el bolsillo y por el nombre de la empresa se colige un destino de sierras cordobesas. Su Guermantes podría ser la colonia veraniega del Sindicato del Correo, en Huerta Grande, en el valle de Punilla.
Umberto, antes que metalúrgico, fue cartero, repartía la correspondencia en el famoso barrio de las putas, en Rosario, Pichincha, el territorio de la Zwig Migdal, de los rufianes melancólicos, con cartas llenas de malentendidos y las mismas penas de Bartleby. Cartas sin destino, simulacros, víctimas de la espera. Pero si algo tiene bien ganado, es su derecho a ser el Quijote o al menos, a una última quijotada. Es obvio que no puede caminar (arrastra los pies) las cinco cuadras que lo separan de la avenida donde pasa el ómnibus que lo lleve a la terminal. ¡Qué palabra terminal… qué eufonía! Sin embargo, su pasaje a Córdoba, uno real que ha guardado en el bolsillo, dice: “35-Ventanilla”. La clase de hombres que para viajar sólo necesitan la ventanilla. El motivo de las mayores peleas con mamá era que ella no quería abrir las ventanas de la casa por el polvo y por la fotofobia que le dejó su cirugía de cataratas del Dr. Gaisiner.
Cuando dos horas más tarde, toda la familia sale a buscarlo por el barrio, alertados por mamá del escape del viajero que huye, la valija verde y las sierras, don Umberto ha conseguido arrastrar sus pies hasta la avenida San Martín. Allí lo encontramos con mi sobrino, temblando, lloroso, confuso, pero a pocos metros de la parada del 133 y con las monedas justas que necesita el usuario que paga el boleto en efectivo. Umberto pregunta quién es su nieto y cuando cree recordarlo, dice: claro, el chico que pasea el perro. A menudo califica así a todos los jovencitos que llevan un perro por las calles del barrio. Para la demencia senil debe ser más sencillo el lenguaje literario que el habla común.
En un arresto de autoridad paterna, Umberto me exige irse a Córdoba, que lo deje. En un parte breve me explica la odisea y aumenta su convicción agitando el boleto de la empresa Sierras de Punilla. Le ofrezco el amparo del café, voy a mentirle, a engañarlo, a demorar su viaje, como hace Burt Lancaster en esa peli de Frankenheimer que a él tanto le gustaba: El último tren.
Después de algunos cabildeos se sientan en el bar El Lido, un día perfecto de otoño, aunque ahora no es un día melancólico, es triste. Cafés cortos, cargados, la memoria de niño casi italiano de papá trae la palabra ristretto, pero el mozo no le presta atención porque mira en la tele un partido de fútbol ajeno. Cuando papá mire el tevé, en la próxima media hora me preguntará cuatro veces, el día y la hora del partido de Central. Mañana sábado, 18 horas, digo y lo repito. Mañana sábado, 18 horas. Mañana sábado, 18 horas. Mañana sábado, 18 horas.
—¿Mañana sábado…?
—Sí.
—Mañana íbamos a ir al súper a la tarde y a buscar el billete de lotería.
—Y bueno, vayan a la mañana…
—Vamos a ver qué dice tu madre. ¿El partido es a la tarde?
—Sí, a las seis…
—(…)
Después de unos minutos aburridos mirando esos partidos clones de fútbol, papá ordena los restos de la mesa con el esmero habitual que sería la envidia de Greenpeace. Quiere pagar la cuenta y entre los billetes saca del bolsillo el pasaje Sierras de Punilla 35-ventanilla. Lindo número, dice, el pajarito y chista al quinielero. Luego dice: me olvidé la valija en casa. —No, acá está, papá —y se la muestro. Vamos. Entonces papá empieza a indicarme cómo haré para mandarle a Córdoba la jubilación y unos alquileres. Me vuelve a preguntar por Mauricia y otra vez a qué hora jugará Central, y qué día. Cuando vuelve a ver a su nieto le dice su nombre, Olmo, y lo besa (el chico contiene el sollozo) y el abuelo le cuenta que hace un momento, un rato nomás, había por acá un chico, un paseador de perros, idéntico a él.