Los maestros que trabajan en las cárceles tuvieron su primer encuentro en Rosario. Debatieron sobre la organización de los tiempos y contenidos de estudio en un ámbito que se diferencia de la escuela común. También sobre las condiciones de los alumnos a los que enseñan y las dificultades que encuentran para articular su tarea con las instituciones que intervienen en los lugares de encierro. En todos los casos, siempre estuvo presente una misma meta: la necesidad de garantizar el derecho a la educación a los internos.
La idea de reunirse para hacer un balance, compartir problemas comunes y pensar en forma colectiva para el 2009 partió de la Coordinación de las Acciones Educativas, Artísticas y Culturales de Menores en Conflicto con la Ley Penal. Quizás por ser un rasgo común a los organismos educativos, es un nombre muy largo para presentar a un entusiasta grupo de docentes y directivos que enseñan en las escuelas de la Unidad Penitenciaria Nº 3, en la Unidad Nº 5 (Cárcel de Mujeres), en Libertad Vigilada y en el Instituto de Rehabilitación de los Adolescentes Rosario (Irar).
"Es un encuentro para producir conocimientos, escuchar a otros que trabajan en la misma realidad y animarse a cambiar", dice la supervisora Raquel de la Fuente, responsable de la Coordinación de Acciones Educativas y promotora de esta reunión. Para sumar otras miradas invitaron al psicólogo y profesor de la Universidad Nacional de Rosario Enrique Barés y a un becario del Conicet, Mauricio Manchado, que justamente desarrolla una investigación sobre el tema.
De la Fuente dice que en contextos de encierro la educación "se mueve con paradigmas diferentes a las demás instituciones (Ministerio de Justicia, de Gobierno y el Sistema Penitenciario) que intervienen allí", y eso equivale a que el trabajo docente en las cárceles se vuelva "una lucha cotidiana".
Tiempos de aprendizajes. ¿Cómo se traduce esa pelea diaria en el oficio de dar clases? Para responder, los que toman la palabra son los docentes y directivos que el miércoles pasado se sentaron a reflexionar en una de las aulas de la Unidad Penitenciaria Nº 3 (Zeballos y Riccheri).
Se escuchó entonces hablar de cuestiones comunes a cualquier escuela, como la discriminación, o temas controvertidos de debatir como los religiosos o los que atañen a la sexualidad, potenciados por los límites del encierro.
También sobre lo que los maestros llaman "atención dispersa" de sus alumnos o los problemas de género que, por ejemplo, ponen en desventaja a las mujeres a la hora de pensarse aprendiendo.
Según expresaron, comparten la dificultad que les generan "las actividades superpuestas que se organizan en el penal" y que juegan en contra o interfieren con las horas de clases. Pero también con un problema de más difícil resolución: contar con el apoyo necesario del sistema penitenciario para que los ayuden a buscar a los alumnos de los pabellones para que asistan a las aulas. "Porque tienen mucho trabajo de todo tipo o por falta de voluntad, no siempre se encuentra la misma actitud para acompañar a los alumnos a las clases", se escuchó decir.
En otras situaciones, como los que trabajan con los adolescentes, aseguraron que "para nada los favorece enseñar por agrupamientos de chicos" como tienen que hacer. Consideran que se desaprovecha así una oportunidad de enseñar y aprender sobre convivencia.
La problemática del consumo de drogas no quedó afuera de la charla, tampoco la necesidad de recibir asesoramiento en materia de educación sexual. Sobre este último punto, uno de los directivos advirtió sobre la importancia del acompañamiento de un profesional que trabaje junto a los maestros.
Cuando discutieron sobre contenidos y planificaciones, por momentos la charla se parecía mucho a la de cualquier escuela. Sin embargo, la diferencia apareció en los tiempos de aprendizaje que tienen los internos y en que se organiza la enseñanza.
Por esa misma razón, nadie quiere hablar de matrícula de alumnos como se habla en cualquier otra situación. Para ellos un día de clase para un interno es una oportunidad única que no se puede desaprovechar. Entonces así hay que pensar la escuela, en el día a día, pero con la promesa de un horizonte distinto a lo conocido.
De todas maneras, hay que saber que la asistencia de los alumnos en "contextos de encierro" a las clases —tal como define la ley de educación nacional— es voluntaria. Igual el dato llamativo y a prestar mayor atención es el que indica que la mayoría de los internos son jóvenes, pobres y han pasado muy poco tiempo (o nada) por la escuela.
Romper el círculo. El primer encuentro de maestros de las cárceles duró desde la mañana hasta primeras horas de la tarde. Cerró con la promesa de continuar el debate en febrero y una invitación del profesor Barés a aprovechar una plataforma virtual que tiene la UNR para intercambiar lecturas, propuestas y constituir un foro.
Entre los que participaron estaba Daniel Medina, el director de la Escuela Nº 2.003 Margarita Mazza de Carlés, que funciona en la Unidad 3. Imperiosamente pide que la misma reflexión sobre la práctica que ellos hacen la repliquen los maestros que trabajan "afuera", en las escuelas comunes y más pobres, y, por qué no, también el mismo Estado y la sociedad.
"Hablo del círculo —dice el director— que se establece con los chicos estigmatizados ya en la primaria. Son los que a los 10 años son expulsados de las aulas porque no se tolera su comportamiento o por ser muy lentos para aprender. Llegan así a muy corta edad, si llegan, a las escuelas nocturnas donde también los echan porque no pueden convivir con los más grandes ni por la edad ni por la conducta. El salto a la calle y al delito es casi una consecuencia inmediata para estos chicos. Romper con el prejuicio de que por ser pobres el único camino que les queda es ser choros es urgente".
El mensaje de Daniel es claro y más necesario de escuchar que nunca, sobre todo cuando parece imposible hacer comprender el papel clave que tiene la educación para evitar el triste destino de tragedia que une a cientos de niños y jóvenes.