El 19 de febrero de 1999 un nene de 13 años apareció muerto con un tiro en la frente en el barrio 7 de Septiembre. Se llamaba Mariano Díaz. El que lo mató primero lo ahogó en agua y luego le disparó. Veinte días antes una vecina de 40 años, Gerónima Catalina Gallardo, había sido ejecutada de un tiro en el pecho en su quiosco de Colombres 978 bis, en el mismo barrio. El crimen de la mujer fue investigado como una venganza vinculada con el negocio de drogas. La hipótesis tenía sustento en un antecedente penal de Gallardo por presunta venta de estupefacientes en ese barrio.
El caso de Mariano fue investigado por la TOE y la Unidad Regional II bajo la instrucción del juez Jorge Eldo Juárez. Dos motivos circularon como posible móvil. Sus familiares dijeron que lo mataron porque presenció en forma casual el crimen de Gallardo y los autores quisieron evitar que los reconociera. En un tramo de la pesquisa también surgió la hipótesis de que el chico era utilizado por traficantes barriales para trasladar drogas. Y que éstos lo mataron por una diferencia no aclarada.
Haya sido uno u otro el motivo —si hubo más no llegaron al expediente judicial— la situación es igual de atroz. Como sea, lo que ocurrió no se sabrá porque el caso no pudo ser esclarecido. Tampoco el de Gallardo.
Hace nueve días una brigada especial de la policía bonaerense entró a un bunker de barrio Las Flores y secuestró 12 kilos de cocaína. Un aspecto significativo de lo que pasó allí casi no tuvo lugar en la multifacética polémica que germinó en la semana. Se trata de la agresiva hostilidad que, según los fiscales bonaerenses, demostraron los vecinos al irrumpir la policía.
Un aspecto sí conocido es que las deficientes condiciones de vida agudizadas desde la década del 90, con su cortejo de empobrecimiento y falta de oportunidades, desplazaron las demandas insatisfechas hacia cualquier actor que pudiera brindar alguna respuesta. Importantes franjas de jóvenes de áreas vulnerables incapaces de hacerse visibles para el Estado no lo fueron para los vendedores de drogas que, del modo que sabemos, ofrecieron cobijo material allí donde no había nadie para dar algo.
A partir del contacto con este mundo los jóvenes empezaban a encontrar un espacio no sólo de ingreso económico sino también de reconocimiento. Una forma en extremo riesgosa de reparación en un contexto donde las alternativas no delictivas no eran viables o atractivas para satisfacer aspiraciones.
Es muy frecuente, cuando se allana un bunker, encontrar allí menores no punibles. A veces estos chicos resultan el sostén principal de sus familiares adultos. También es muy común advertir, en los Tribunales Federales, que mujeres jóvenes acusadas por comercializar drogas obtengan la libertad para evitar el desamparo de sus hijos pequeños. Y que con ese beneficio, previsiblemente, vuelvan a vender. Sencillamente porque es la única opción de ingreso, o la más atractiva, que se les ha presentado.
Nada es igual. Cuando mataron a Mariano Díaz parecía inconcebible que por motivos relativos al comercio de drogas en Rosario asesinaran a un nene de 13 años. Era la primera noticia de ese tipo. Las cosas cambiaron. En lo que va del año son recurrentes las noticias sobre violencia en torno a bunkers donde se vende droga. En los últimos 20 días hubo tres casos resonantes: el asesinato de César Oviedo frente a un local de estos en Uruguay al 5200; la antedicha irrupción de la policía bonaerense en Las Flores hace nueve días y el hallazgo de una cocina de cocaína en Ayacucho al 3800 el miércoles pasado donde se decomisaron otros doce kilos de esa droga.
En este último caso y en el de Uruguay al 5200 el gobierno provincial produjo una imagen fuerte al ordenar la demolición de estos quioscos blindados. No es algo menor porque demuestra la intención de avanzar contra las depredaciones del narcotráfico, una de los cuales —la más próxima— es el clima de violencia que despliega en cercanías de donde se instala, generando reclamos vecinales de atención y ayuda.
La destrucción de estos locales, de poderosa aura simbólica, es apenas un primer paso de un camino espinoso. Porque los bunkers no se montan sobre una estructura analizable en términos de maldad sino de una lógica de mercado. Ofrecen droga porque hay una demanda que es múltiple: no sólo de la mercancía sino de trabajo, de reconocimiento, de algún bienestar que obtienen los que despachan en los quioscos.
Toda la conflictividad de la compraventa de droga, con sus violentas formas de lucha en los territorios, se sostendrá mientras exista esa demanda. Por eso es clave conocer y seguir a los dueños del negocio. Que son los que, sensibles a una lógica material y no simbólica de las sociedades capitalistas, no los cerrarán. Sólo los cambiarán de lugar.
El caso de la entrada de policías bonaerenses al barrio Las Flores irritó al gobierno santafesino. Por un lado por el hecho de que la irrupción en un barrio crítico y superpoblado entrañó riesgos mayúsculos y la provincia, que no fue avisada del operativo, se habría visto en dificultades para ofrecer una respuesta adecuada. Esto puede entenderse.
Pero en ese lugar compraban a nivel mayorista vendedores del norte de bonaerense. No es algo que se pueda disimular con ese enojo razonable ni con ulteriores operativos exitosos. Tampoco es una cosa menor ni ofensiva plantear que ese lugar estaba a tres cuadras de una comisaría.
La parte por el todo. En el marco de una violencia mayor, de un trabajo que les exige tomar más riesgos y que los remunera mal es comprensible que los policías se sientan hostigados por una sociedad que les pide cada vez más. Tienen razón. Lo que es una pamplina es el argumento en el que muchos se refugian al pretender que la policía es atacada en bloque cuando aparecen aspectos de su accionar que forman base razonable para sospechas legítimas.
En enero de 2010, cuando mataron a Walter Cáceres arriba de un micro de hinchas de Newell's, el testimonio de una joven imputó a tres policías por tolerar la venta de drogas en la seccional 11ª. Eso motivó una causa judicial colateral que recién se inició ¡a los doce meses! Los policías fueron sobreseídos por falta de prueba, pero el mismo testimonio de la joven se tomó como válido para que la causa del crimen de Cáceres llegara a juicio oral. Una ambigüedad incomprensible.
El caso de Mariano Díaz condensa otras cosas que no quedan claras desde hace tiempo. Y uno de los problemas que más irrita a la población y aumenta la incertidumbre es la impunidad. El caso de Mariano también declara con qué vértigo las cosas se mueven. Aquella violencia un tanto inaudita que procedía del mundo de la droga hoy es un fenómeno extendido. No se irá. Se la podrá atenuar en el mejor de los casos. Por fortuna el gobierno reconoce en la violencia factores multicausales y apuesta a la acción del gabinete social para moderarla.
Pero en esto también la policía tiene un rol mayúsculo. El gobierno provincial atribuye intención política a quienes, como Marcelo Saín y el fiscal nicoleño Hector Tanús, describen un estado de situación complejo en la policía santafesina en torno a la cuestión droga. Acaso lo haya hecho para no abrir un frente de conflicto con la fuerza de seguridad. En política no siempre se llega a los objetivos por el camino más corto. Está bien siempre y cuando se tenga claro cuál es la meta.