Las librerías ya no son lo que eran. En la actualidad uno entra a cualquiera de las grandes,
tanto aquí como en Buenos Aires o Montevideo, y es recibido por los best sellers. Toneladas de best
sellers apilados de manera intimidatoria esperan ansiosos sobre las mesas exhibidoras, respaldados
por un convincente aparato publicitario y la crítica benevolente de las publicaciones llamadas
“especializadas”. Pero no conviene confundirse: en la gran mayoría de los casos no se
trata de libros. Sólo tienen la apariencia de libros. El aspecto de libros. La forma de libros.
Pero los libros, los pocos que quedan, están más allá. Generalmente, más atrás y más abajo. Muchas
veces, cubiertos por una generosa capa de polvo.
¿Qué ha pasado? ¿Cuál es el misterioso fenómeno que nos aqueja, ya desde hace años pero de
modo cada vez más notorio y agudo? ¿Por qué quienes venden la mayor cantidad de libros no son
escritores, sino supuestos expertos en felicidad e infelicidad, cocina, meditación o técnicas para
abandonar a la pareja de turno, y por qué simples divulgadores o meros chismosos reemplazan a los
investigadores serios así como las letras de las canciones han sustituido a la poesía? ¿Por qué
gurúes de toda clase, casi siempre inventos del mercado o subproductos de la TV, se erigen de
inmediato en líderes de ventas, tal como ocurre con pergeñadores de novelas cuyo tamaño y peso
físico son equivalentes a su carencia de valores literarios?
Demasiadas preguntas para una sola respuesta: simplemente, porque eso es lo que “la
gente” consume. Y obsérvese que escribo “consume” porque me aterra escribir
“lee”. “La gente” entra a la librería y compra lo que le venden. Y lo que
casi siempre le venden es eso.