Son las cinco de la tarde y los pibes de Villa Banana quieren jugar y disfrutar de estar juntos sin temor a que el cruel sonido de un disparo los envuelva en miedo y les ahogue la inocencia. Mari, Carina y Sole toman mate al costado de la vía, mientras sus hijos desparraman carcajadas. Hoy la tarde está tranquila. Es día de “escuelita” en el barrio Triángulo.
Pero el sueño nació en pesadilla. Porque allí, sobre la vía que corre paralelo a Felipe Moré entre Virasoro y Rueda, hasta hace poco más de un año había un búnker de drogas. Uno de los tantos que hay desperdigados en la ciudad y cuya presencia la sufren mayormente los propios vecinos del lugar. Precisamente fueron ellos los que en diciembre de 2012, y cansados de tener que convivir con la violencia y la muerte rozándoles sus narices, decidieron tirarlo abajo. Con mazas y martillos, redujeron a escombros la gruesa estructura del “kiosquito”, para resignificarlo y comenzar a levantar allí un centro comunitario, donde además de ayudar a los pibes en las tareas de la escuela, proyectan enseñar artes y oficios. Y sobre todo para que sea un lugar de encuentro y resistencia.
Abrazos. Comunidad Rebelde es el nombre que lleva este espacio en gestación, conformado por los vecinos de Villa Banana, la Juventud Revolucionaria Che, la Cuba-MTR y los militantes de la Agrupación Estudiantil Tupac. El sol barre las callecitas de la humilde barriada del sudoeste rosarino y la llegada de los jóvenes universitarios es recibida con el siempre cálido abrazo de los chicos del barrio. Joni, Elías, Alma, Franco, Abraham, Meli son algunos de “Los pibes de la vía”. Sus nombres están estampados en un paredón ubicado a pocos metros del viejo búnker, donde hoy junto a sus papás construyen otro futuro.
Mientras tanto, y desde fines del año pasado, se las arreglan con el patiecito de la casa de Sole, que generosamente presta para que funcione “la escuelita”, tal como llaman los chicos a esa instancia que martes y jueves, en turnos de mañana y tarde, coordinan los jóvenes de Comunidad Rebelde.
Experiencia. “A mí me encanta esto”, dice Sole. La joven mamá vive con su marido Walter y con los hijos de la pareja: Abigail de 6 y Santino de 3. Habla de sus criaturas con ternura y no puede dejar de pensar en la importancia de que los pibes, los suyos y los de las otras familias, tengan un espacio de contención que los aleje al menos un poco de la furia que se respira de forma cotidiana en la zona. Por eso confiesa: “Antes no ibas nunca a ver juntos a todos los chicos del barrio, porque estaban encerrados en sus casas o a lo sumo contra el tejido nada más. Y acá además de la ayuda que tienen con las cosas de la escuela ellos pueden jugar”.
En total son poco más de 30 los nenes de entre 4 y 13 años que participan de la experiencia colectiva de Comunidad Rebelde. Apenas entran entre risas y empujones al patio de Sole “los profes” les reparten cuadernos de tapas celestes y lápices de colores para empezar la jornada.
Los “profes” son jóvenes que cursan en distintas carreras de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), de las Facultades de Humanidades, Ciencia Política, Ingeniería y Psicología. En esta última la experiencia de Comunidad Rebelde fue declarada el año pasado de interés cultural.
Poner en palabras. “Este espacio de apoyo escolar surgió desde una necesidad del barrio”, cuenta Guido, estudiante avanzado de Psicología. Al igual que Guido, Elina también asiste a la facultad ubicada en La Siberia. Con una sonrisa responde siempre a las demandas e inquietudes de los nenes de Villa Banana. Y destaca que en “la escuelita los chicos pueden hablar y hacer emerger las problemáticas que tiene el barrio. Liberarse y poner en palabras cosas que ellos viven todos los días”. Como el año pasado, cuando mediante láminas llegaron a reflexionar hasta sobre temáticas de género.
La “escuelita” funciona durante dos horas: en la primera realizan juegos para desarrollar la memoria y actividades que, desde el dibujo, el arte o la palabra, ayuden a reflexionar sobre problemáticas del barrio. En la segunda dan una mano a los nenes en las tareas más cotidianas de la escuela, como en lengua y matemática. Pero cuando el centro comunitario ya esté en funcionamiento en el viejo búnker reciclado, proponen sumar además talleres de murga, folclore y hasta enseñanza de oficios.
Contagioso. El entusiasmo que ponen los nenes contagia esperanza. Sobre todo porque se trata de chicos que han aprendido a convivir con los sonidos de la violencia repiqueteándoles en los oídos. “El barrio está jodido. La semana pasada no podías ni salir afuera porque estaban a los tiros entre bandas. Y con armas de todos colores”, describe sin eufemismos Soledad.
María es otra de las vecinas y vive desde chiquita en la zona. Tiene seis hijos y su casa está bien enfrente de la estructura donde funcionaba el “kiosco” de drogas. “Así como estaba hoy, sentada en la vereda de mi casa, antes no podía estar. Ni los chicos salir afuera. Porque pasaba gente con revólver; tiraban y no les importaba nada”.
El drama es cotidiano y por momentos desalienta. Sobre todo al comprobar que tras la destrucción del búnker, un par de meses después se levantó otro muy cerca de allí. La lucha por el futuro de los pibes del barrio parece desigual. También al escuchar la orfandad que sienten los vecinos al ver el desfile de motos, autos de alta gama y hasta patrulleros policiales paseando por la zona del nuevo búnker, sin que nada cambie. Una postal que se repite y refleja con la misma bronca e impotencia en otras barriadas de la ciudad.
“Los chicos escuchan un tiro y están asustados. Se van a la pieza para esconderse. El otro día esto parecía una guerra. A las dos de la tarde, eran tiros por todos lados. Y al mediodía pasaba lo mismo y también a la noche lo mismo”, cuenta en seco María.
Por eso tal vez cobra mayor relevancia este esfuerzo colectivo de chicos y grandes por sacar adelante a los nenes con una propuesta que los contenga y motive. “Hay pibes que también estaban como soldaditos y ahora están trabajando con nosotros. De a poquito se va saliendo”, agrega Sole con orgullo. Tal vez sean pulseadas ganadas.
Bajo la atenta mirada de las madres y los jóvenes universitarios, los nenes se divierten y aprenden. Elías, un chiquito de dulces ojos verdes, pone manos a la obra en una de las mesas de la “escuelita”. Algunos retratan a sus personajes favoritos de Dragon Ball Z o pintan el barrio en sus pequeños cuadernos de tapas celestes. Cerquita de allí, Mili se entretiene con Dylan, Joni y Abigail a los gritos con el tutti-frutti, un juego que coordina Lautaro y que evidentemente los atrapa. En un rincón, Estefi ayuda con dedicación a Titi con un ejercicio.
Herramientas. Tanto Andrés como Guido, dos de los universitarios de la UNR que integran Comunidad Rebelde, se encargan de resaltar que la propuesta no quiere ser “un parche de la escuela tradicional”, sino que se trata de una experiencia que, por el contrario, apunta a brindarles a los chicos las herramientas necesarias, desde el juego, el arte, el estudio o un oficio, para que puedan pensarse y pensar al barrio “de forma diferente”. Guido agrega que además de la importancia que tiene para los vecinos, a ellos mismos los posiciona “en la discusión para el día de mañana acerca de qué tipo de profesionales” quieren ser.
Sueño colectivo. Cuando cae la tarde y se termina la “escuelita” es hora de volver a casa. Los nenes se alborotan e improvisan carreras en medio de las vías del tren. Pasan por el frente del viejo búnker, donde hoy se cimenta un sueño colectivo.
“Si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo, somos compañeros”. La frase del Che está impresa en la espalda de las remeras rojas con la que los jóvenes de Comunidad Rebelde van al barrio. Toda una declaración de principios y una síntesis del laburo cotidiano que sostienen cuerpo a cuerpo con los vecinos de Villa Banana. Allí donde desde los escombros de un búnker están construyendo una escuelita. Materializando un sueño. Edificando alegría.