Gastón Acurio es uno de los padres de la revolución en la cocina peruana. Explica cómo lo hicieron y qué significa la gastronomía para él y sus compatriotas
Gastón Acurio es uno de los padres de la revolución en la cocina peruana. Explica cómo lo hicieron y qué significa la gastronomía para él y sus compatriotas
Gastón Acurio es el cocinero más popular de Perú, y con mucha probabilidad es también uno de los peruanos más conocidos en el planeta. Mientras camina por los coloridos puestos de Mistura, la enorme feria gastronómica de Lima que él mismo creó junto a otros cocineros de su país, y que acaba de concluir su octava edición, la gente lo abraza, le convida sus comidas (y espera su veredicto), le pide selfies y hasta lo anima a que sea presidente. De Perú, claro. Cuando da una clase abierta de cocina, todos en Mistura parecen detenerse por un instante para verlo en acción sobre las hornallas. Y cuando habla, como en una reunión abierta con doscientos productores del interior profundo de su país cuyos productos él ayuda a mostrar en Lima, y en el mundo, lo escuchan como si les hablara un padre, o un líder religioso, o —una vez más— el futuro presidente de los peruanos.
En la entrevista se muestra amable y pregunta: "¿Has comido ya en Mistura? ¿Y cómo has comido?". Su asistente le avisa que afuera hay más productores peruanos a los que les gustaría tomarse una fotografía con él. Se disculpa, dice que regresará en un instante y acude a satisfacer el pedido. Vuelve media hora después, porque a los productores que querían la foto se les sumaron otros, y porque le gente le ha pedido autógrafos y los cocineros de los puestos más chicos le han ofrecido su comida, y él les ha dedicado tiempo a todos.
Antes de responder a la primer pregunta, otra vez se acerca alguien y le alcanza una caja. El la abre y no se sorprende: es más comida. La huele, la prueba y se la devuelve a quien se la alcanzó. "Es tu desayuno", le dice y extiende varias cachangas, una especia de torta frita peruana. Al cronista también le convida, mientras espera la primera pregunta.
Usted es uno de los impulsores de la feria Mistura. ¿Cómo la ve hoy, cuando ya pasó su octava edición?
—Hace cinco años que no participo en la organización de Mistura, pero me gustó mucho esta última versión. Vino más gente, dimos un paso más hacia la integración de los peruanos a través de la cocina y la comida. Haciendo un mea culpa, cuando yo dirigí Mistura los comedores populares no estaban presentes. El comedor popular juega un rol fundamental en Perú: en las época en que Sendero Luminoso arreciaba en las ciudades, el comedor popular era un bastión de paz, de madres que resistían la violencia compartiendo comida saludable y asequible a la gente que más lo necesitaba y que estaba en peligro de caer en las redes del extremismo senderistas. Hace unos años en Mistura nos tocaba conquistar al público con una serie de principios y valores que eran absolutamente desconocidos, como el reconocimiento a los agricultores. Hoy, teniendo ya el corazón del comensal mucho más abierto, hay que sumarlo a causas más importantes, como la resolución de algunas contradicciones que aún tenemos en nuestro discurso. Y hay que iniciar un debate a gran escala para que el Estado nos tenga en cuenta en las políticas públicas.
Habla de contradicciones en la gastronomía peruana ¿Cuáles son?
—Una contradicción es hablar de Lima como un destino gastronómico importante y muy seductor para el público latinoamericano, e incluso mundial, y al mismo tiempo tener aquí nomás, a unos metros, un río muerto como nuestro Rímac. Un río muerto en esta generación, además, porque durante miles de años estuvo vivo. Esa contradicción hay que resolverla. O esa otra que nos lleva a enamorarnos de la exuberancia amazónica y de sus productos, que ahora utilizamos en nuestra cocina, y al mismo tiempo no decir nada sobre cómo avanza la tala indiscriminada de bosques. Esas contradicciones, en caso de no ser resueltas, pueden destruir el romanticismo del discurso sobre nuestra gastronomía. A los consumidores hay que conquistarlos con coherencia, no podemos hablar de productos mágicos que vienen de los Andes, como la quinoa, en territorios donde al mismo tiempo hay un 40 por ciento de desnutrición crónica. Es inaceptable y son los temas que deberían entrar ahora en la agenda de Mistura.
Parece percibir el boom de la gastronomía como un disparador para entrar en otros temas.
—Exacto, hablo de usar el territorio más lúdico de la cocina para entrar en otros mucho más complejos e importantes.
¿Cómo empezó todo, cuál fue el origen del movimiento que instaló a Perú en el mapa de la gastronomía mundial y derivó, entre otras cosas, en la creación de Mistura?
—Hace 15 años la cocina peruana no era conocida en el mundo y la mayoría de los productos que hoy se lucen en nuestra gastronomía no se usaban ni siquiera en Lima. Recién empezábamos a articular los principios y valores que hoy son comunes a nuestra cocina. Queríamos iniciar un movimiento, pero no sabíamos cuáles serían sus fundamentos. Entonces me tomé un año sabático e hice un viaje por el país, pueblo por pueblo, junto con un amigo fotógrafo. Descubrimos cosas increíbles en cada lugar. Por ejemplo la quinoa, que hoy es tan valorada en el mundo entero y tiene por eso mismo un exceso de demanda, pero que en aquella época se tiraba porque los productores no encontraban a quien vendérsela y entonces dejaban que se pudriera en el árbol. Lo mismo sucedía con infinidad de otros productos autóctonos. Entonces entendí que los cocineros teníamos que ser representantes del agricultor. En ese viaje encontramos recetas maravillosas que estaban olvidadas, escondidas, y la conclusión fue que la cocina debía convertirse en una herramienta para promocionar a Perú en el mundo, para promover sus productos, sus destinos turísticos, y a la vez para generar oportunidades para los peruanos y fortalecer la identidad de sus pueblos.
—¿Siente que se logró ese objetivo?
—Todo eso se ha cumplido. Ahora nuestra cocina y nuestros productos tienen un reconocimiento internacional y nos hemos reencontrado con nuestra identidad, y eso empieza a generar vínculos más estrechos entre nosotros. Es más, en este mundo conectado en el que vivimos, afortunadamente otros países de América latina han descubierto que también tienen una diversidad, unos productos, unos recetarios y unas historias para mostrarle al mundo. Entonces lo que toca ahora es profundizar la búsqueda y encontrar nuevas cosas para mostrar. No tiene tanto sentido hablar del ceviche en un mundo que ya lo descubrió, ahora hay que mostrar otros productos y otras historias que seguramente, con una buena difusión, podrían encontrar reconocimiento y mercado.
—Usted sigue haciendo esos viajes por el Perú profundo.
—Sí, pero en aquel viaje iniciático sólo éramos un cocinero loco y un fotógrafo loco, y ahora llevamos con nosotros a antropólogos, biólogos, comunicadores, cocineros jóvenes y cocineros viejos, y entre todos tratamos de aprovechar al máximo esas visitas a las personas y los pueblos, y el conocimiento de sus productos, para compartirlo después con el resto de los peruanos y con el mundo. En estos días estamos yendo a Lambayeque, en Chiclayo, una comunidad de una cultura milenaria y muy sofisticada que vivió hace dos mil años y tenía una gran cocina y una serie de actividades enfocadas en el arte. Allí hay productos que merecen ser conocidos, como el zapallo loche y tantos otros.
—A propósito, usted tiene un proyecto para rescatar productos y recetas desconocidos. ¿Cómo es?
—Es un proyecto multimedia y lo voy a empezar en 2016. Se llama “Los 100 platos de Perú que nadie conoce”. Se habla mucho de nuestra cocina, del ceviche, de la causa, pero hay un montón de platos que son maravillosos y que podrían ser universales y sin embargo son desconocidos, incluso en Lima. Eso es lo que toca hacer ahora, contar historias y productos y recetas que nadie ha contado aún.
—Los cocineros peruanos se llevan muy bien entre ustedes. ¿Hay una explicación?
—Este movimiento (de cocineros) se gestó a partir de una mirada no competitiva sino colaborativa. Desde el primer día, quienes más oportunidades teníamos más esfuerzos debíamos hacer para que otros las tengan, y esto sin condiciones ni límites: conocimientos, equipos humanos, recursos económicos, todo lo que fuera necesario para construir juntos un desarrollo colectivo. Esa fue siempre la idea y el que quiere sumarse, se suma.
—¿En qué momento de su vida desarrolló esta mirada política que tiene sobre las cosas?
—Yo nací para ser cocinero. Desde que tenía 6 o 7 años quise serlo, en un entorno en que eso era considerado una locura, no solamente por el ámbito social donde nací sino porque en ese tiempo la figura del cocinero no representaba lo mismo que hoy. Uno conocía restaurantes, pero difícilmente conocía cocineros y entonces era muy difícil para un padre que tenía la aspiración de que su hijo fuera médico, abogado, cura o militar aceptar que quisiera ser cocinero. Eso sí, mi familia tenía una tradición vinculada a la política y entonces había unos principios y valores que desde muy niño me eran comunes. La política era el tema central de todos los almuerzos y cenas. Definitivamente, hablábamos de política y no de cocina. Imagino que por eso se fueron incubando en mí algunos sentimientos de acción política, obviamente desde lo que me toca, desde un cocinero que busca darle a su cadena productiva las mismas oportunidades que yo tuve.
—Pero no siempre pensó como ahora.
—Cuando tuve mi propio restaurante, después de estudiar en Francia, inicié una etapa de descolonización, porque como todos los cocineros que nos formamos allí, yo quería ser francés. Luego vino otra de reconocimiento en mi territorio de algunas contradicciones muy graves: tener una cocina hermosa en el mismo lugar donde había serios problemas sociales y económicos, relacionarme en mi restaurante con unas elites que no representaban a Perú... Esto empezó a provocar vacíos y contradicciones que fueron generando la idea de que debía hacer algo más que encerrarme en mi cocina. Afortunadamente, como suele pasar cuando se dan pequeñas revoluciones como ésta, coincidieron una serie de factores en un mismo tiempo que ayudaron a la creación de un movimiento como éste al que pertenezco: una generación de cocineros que estaba pensando igual que yo, que se formó en el mismo lugar, que regresó a Perú en la misma época y que coincidió en la necesidad de valorar la diversidad y la cultura local.
—Y ustedes lo aprovecharon.
—Es que las condiciones estaban dadas. Nos juntamos y empezamos un proceso de construcción basado en primer lugar en la confianza. Hay mucha vanidad y ego en el mundo de la cocina y había que destruir eso, empezar a dialogar, sentarnos en la misma mesa, no pensar en quién cocinaba mejor, y a partir de eso generar un espacio cuyo punto culminante y definitivo fue Mistura, la celebración de que finalmente nos habíamos encontrado en un movimiento.
—¿Qué siente cuando alguien le dice que quiere ser cocinero?
—Una gran preocupación, porque yo nací para ser cocinero y entonces la adrenalina de la una y media de la tarde, cuando llegan cien personas al restaurante y tengo que servirles, y el estrés que eso genera, es parte de mi genética, pero no necesariamente tiene que ser placentero para otra persona. Tener que trabajar cuando todo el mundo está descansando, llegar a casa a la una o dos de la mañana todos los días, pasar años trabajando de lunes a domingo entre 15 y 16 horas por día y al mirar para atrás descubrir que perdiste la infancia de tus hijos... Son cosas que hay que pensar si realmente vale la pena.
—Hoy mucha gente quiere tener un restaurante.
—Es que la valla para entrar a este mundo es una de las más bajas. Si uno quiere ser astronauta, es casi imposible: yo no puedo decir “mañana quiero ser astronauta” y ya está. Si quieres ser abogado, tienes que estudiar derecho y luego poner un estudio o entrar en un estudio de abogados, y así. Pero si mañana quieres abrir un restaurante y tienes el dinero, lo puedes hacer.
—¿Así de fácil es? No le creo.
—Tú pones la televisión y ves chicos cocinando, cocineros estrella, restaurantes por todas partes, y es muy fácil que creas que ese es tu mundo, pero no es un mundo sencillo. Por eso es muy importante que en las escuelas de cocina les muestren el estilo de vida que implica tener un restaurante. Y si a pesar de ello los convencen, es porque llevan el cocinero dentro y van a poder ejercer uno de los oficios más bonitos que existen.
—¿Por qué es tan bonito?
—Porque con la cocina haces felices a los demás.
—El mundo de la cocina es muy competitivo.
—Lo es. Por eso, habiendo popularizado tanto la cocina, hoy tenemos la responsabilidad de explicar de qué se trata, para que la gente después no se frustre.
—¿Cómo le cae que de pronto aparezcan tantos restaurantes peruanos en rankings internacionales?
—De pronto surge una lista que premia una actividad en el terreno más sofisticado, cuando la sofisticación nunca fue asociada a América latina, siempre vista como una región que sólo compartía con el mundo sus materias primas. Y en América latina había un pueblo resignado a eso, a aceptar ese escenario, a aceptar que para sentirnos importantes o tener ascenso social tenemos que imitar las tendencias de consumo, la estética y las marcas europeas, y lo nuestro celebrarlo en la intimidad, en nuestro entorno, porque era imposible imaginar que nuestra cocina, nuestra música, nuestros colores, nuestro lenguaje, nuestras costumbres, podían universalizarse como se universalizaron desde una lasagna hasta un ketchup. El discurso que agitó nuestro movimiento fue ese: ¿por qué nuestra salsa huancaína no puede estar en la cocina de un danés como el ketchup está en la mía? Aceptar que es inferior sería el fin, porque son diferentes pero son igual de ricas. Hoy, en este mundo que valora lo artesanal, los productos locales, tiene incluso mayor seducción una salsa hecha en mortero que una que se hace industrialmente. Entonces de pronto aparece una lista en donde empiezan a figurar restaurantes de América latina y ahí la pregunta que hay que hacer es qué cosa están reconociendo a estos restaurantes. ¿Hacen comida europea? No. ¿Imitan culturas de otros países? No. Si hubiesen hecho esto, si estos restaurantes estuvieran ofreciendo comida francesa, no estarían en esas listas. Están allí porque el mundo está reconociendo la sofisticación de nuestra cultura a partir de propuestas de vanguardia, creativas, que se inspiran en nuestros productos y tradiciones, pero que ante los ojos del mundo es elegante, sofisticada y valiosa, y en consecuencia empiezan a seducir a territorios que normalmente se encargaban de seducirnos a nosotros. Por eso es importante que en esas listas estén presentes restaurantes de América latina, porque nos pone en el mismo nivel de una industria que pertenece a una categoría en la cual no solemos estar.
—Otra vez, la cocina como herramienta para poner a América en el mundo...
—Exacto, una herramienta más de todo un proceso que le permite a nuestra cultura conectarse con los ojos del mundo, una carta de presentación importante para poder vender nuestras tradiciones, nuestros ceviches, nuestros anticuchos, nuestras feijoadas, para poder compartirlo con el mundo. Al final lo que buscamos no es superar a nadie sino compartir, porque si hay algo que todavía no ha usado la cocina es su poder de fraternizar a los pueblos. La mesa saca lo mejor del ser humano, y si somos capaces de celebrar la cocina de una región de España y al mismo tiempo celebrar la cocina de una región de Perú, estamos enamorándonos mutuamente. Ahí hay un poder importantísimo y así como nosotros históricamente hemos mirado con admiración la cultura de otros pueblos, lo que queremos ahora es que miren con admiración nuestra propia cultura.