Desde que, hace ya años, se acentuó el divorcio entre las llamadas "clase política" y "la gente", no puedo dejar de preguntarme de dónde cree "la gente" que surge la clase política.
Por Silvina Dezorzi
Desde que, hace ya años, se acentuó el divorcio entre las llamadas "clase política" y "la gente", no puedo dejar de preguntarme de dónde cree "la gente" que surge la clase política.
¿Tendrán origen extraterrestres? ¿Llegarán a sus funciones públicas por privilegios de sangre? ¿Serán, realmente, tan ajenos a lo que es el resto de la sociedad?
De hecho, en boca de las mayorías la corrupción aparece como inherente a las prácticas políticas de "otros". Por ende, la crítica al sector suena decente e inapelablemente unánime. ¿Quién se atrevería a desmentir que la corrupción pasea galante por los despachos oficiales? O, en el mejor de los casos, ¿quién se animaría siquiera a dudar de que sea así?
De ese modo, las prácticas corruptas, en su sutilísima o alevosa concreción, parecen ajenas a la enorme mayoría de los dedos acusadores.
Pero, ¿qué quieren que les diga?, por naturaleza sospecho de ese mecanismo de exculpación.
Y lo hago porque cotidianamente son tantas y tan variadas las pequeñas acciones inmorales y corruptas que veo, que no puedo sino creer que hasta el día en que cada uno se anime a mirarse a sí mismo con valentía no vamos a avanzar en nada.
Dudo de que la administración pública no esté permeada ya por una cultura miserable del "saco lo que puedo por aquí", "arreglo lo que puedo por allá", "rateo lo que me quede a mano". No quiero ni pensar en lo que ocurre en (¿qué porcentaje?) los ámbitos encargados de inspección, de la laya que sean y sobre el rubro a que se apliquen.
La situación en el Ministerio de Trabajo que se conoció (o, mejor dicho, sólo se hizo pública) esta semana me exime de más ejemplos. Pero podría haber puntos suspensivos en la frase para que cada lector la llenara con los casos que conozca.
Mi cabecita provinciana me exime incluso de imaginar esas conductas en otras jurisdicciones, por ejemplo la nacional. Obviamente, los números en que se expresan las ventajas deben ser bastante más cuantiosos.
Pero si la corrupción ha permeado ya tantos enclaves estatales, ¿qué creen que ocurre también en la esfera privada? ¿O acaso la corrupción sólo se alimenta de la mano que pide y no de la que da? ¿O es que esas prácticas no benefician a nadie por fuera de las oficinas públicas?
Por edad, por formación, por experiencia vital, nada me aparece como más "político" que las pequeñas escenas cotidianas. Qué se canjea por qué, qué se dice por aquí y se oculta por allá, qué ventajas se cosechan por qué concesiones, qué se "negocia" (palabra que hemos incorporado lavadamente hasta para el amor) y para qué.
No se trata de autoflagelarse para que surjan verdades inconfesables. Pero sí puede tratarse, quizás, de que no sea siempre el prójimo el dueño de la basurita. Y de que si en lo personal nos levantamos con la conciencia tranquila, en lo social al menos sí nos asumamos con algún grado de responsabilidad.
Cuando eso ocurre, cuando las sociedades se hacen cargo de sus defectos y sus vicios, cuando se asume que formar parte de la comisión directiva de un club o de una cooperadora también puede obedecer a mecanismos prebendarios (aunque, huelga decirlo, no sea siempre así), cuando se asumen las aunque sea pequeñas ansias de poder, entonces la corrupción deja de ser un asunto tan, pero tan ajeno.
El ejercicio quizás sea benéfico. Sin que se disuelvan los matices de responsabilidad, tal vez entonces dejemos de señalar a esos siempre otros depositarios del mal y podamos hacernos cargo de lo que nos toca. Repito, al menos de formar parte de una comunidad que se banca demasiado las agachadas, las minúsculas traiciones, las ventajitas, la hipocresía, los negocios miserables. Y no sólo en el Congreso, sino acá, ahora, con el inspector de tránsito, con el vecino, con el cliente, con la empleada doméstica, con el compañero.