Siempre me he creído depositaria de una especie de don (linda palabra, el don) que me permite
comunicarme de un modo sincero, fugaz, sobreentendido con el prójimo. No me lo propongo, brota por
arte de magia. Paradójicamente, sospecho que esa complicidad no viene de las palabras o la voz,
sino que tiene más que ver con los ojos, con los gestos o con una misteriosa razón que parece
volverme creíble ante los otros y volverlos a ellos confiables para mí. Una a favor, me digo, y no
le doy más vueltas al asunto.
Y sin embargo, y aquí viene el tema de esta columna, en los últimos tiempos me anda pasando algo
feo. ¿Será sólo a mí? O mejor dicho, ¿será a mí a quien le pasa? Voy a dar un ejemplo, trivial,
para ahorrarles tantas palabras.
Diez de la mañana. Subo al 132. No va lleno, pero tampoco sobra lugar, así que inicio el viaje
de pie. A las pocas cuadras el ómnibus se detiene, más de lo habitual, y una viejita trepa con
enorme dificultad escalón por escalón.
Los asientos del frente, que por derecho le corresponden, van ocupados. No por gente demasiado
mayor, no, sino por simples adultos como yo que siguen charlando entre ellos como si nada.
Empiezo a inquietarme, me surgen unas incontenibles ganas de alzar la voz. "¿No hay nadie que
quiera darle el asiento a la señora?". Pero no, esta vez me quedo callada. Lo que no puedo evitar
es que se me empiece a hinchar la yugular.
De pronto, milagro, se vacía el asiento que tengo enfrente. Movimiento inquieto en las
cercanías, a ver quién lo caza. Inmutable, permanezco con los brazos encerrando ese espacio vacío
como si cobijara un tesoro. Pero ocurre que tengo que llamar a la viejita para que con su paso
tembleque llegue hasta allí. Como nadie lo hace por mí, empiezo a intentarlo.
Pero es muy vieja y, como suele darse el caso, también debe estar sorda. Así que les pido a unos
pibes que están a su derecha que le avisen. Les muestro el asiento vacío y les señalo a la mujer.
Miran a un lado, miran al otro, vuelven a mirar hasta que parecen desinteresarse del asunto. ¿Será
que no entienden?, me digo. Entonces sí, ahora les hablo fuerte, trato de comunicarme. Pero ellos
no entienden. ¿Dónde estará hoy mi don?, me pregunto.
A la izquierda de la viejita viaja otra pasajera, que al menos escruta la escena. ¿Y ella
tampoco entiende?, me digo. Vuelvo a hacer señas, sacudo un poco mi don, pero a esa altura ya me
siento como el Penado 14. Mi dios...
No me queda otra que abandonar la custodia y acercarme a la mujer, pero cuando levanto la mano
derecha apoyada sobre el caño del asiento una chica interpreta la señal como de largada y avanza su
humanidad decidida. Le digo: "No, ¿no ves que es para la señora?". Pero ella tampoco entiende. No
ve. Antes tampoco vio, pese a que iba a mi lado. Ni rastros del don.
Quizás después de eso, ya harta, simplemente me bajé. O la viejita bailó una polca arriba del
colectivo para demostrar que sus piernas eran tan fuertes como absurdo mi esfuerzo e invisible mi
don.
Por eso ahora, un mes después, no me interrogo tanto sobre el respeto, la piedad o la capacidad
para ponerse en el lugar del otro. Me pregunto cómo, cuándo, por qué, empecé a perder mi preciado
don. Y con el orgullo un poco maltrecho, también me pregunto si sólo me pasa a mí.