Es una hermosa tarde de primavera. Una de las pocas tardes hermosas que nos dio esta primavera,
signada por la lluvia constante, el calor pegajoso y las nubes de mosquitos. Pero hoy Rosario
parece otra ciudad. El cielo translúcido y una brisa suave impulsan a vivir. Yo estoy sentado en mi
reposera del club después de haber nadado un poco, feliz bajo los árboles, leyendo en soledad a
Hermann Hesse. Porque de él quería hablar y no del clima. De Hermann Hesse.
En otra época todos lo leíamos. Era una señal de la adolescencia. Infaliblemente, entre los
dieciséis y los diecisiete años aparecían entre las manos Demian o Siddharta, en ese orden o en el
inverso. Después se llegaba a El Lobo Estepario. Eran clave. Sin ellos, no se podía crecer. No se
podía madurar. Lo mismo pasaba con algunos discos. De rock, claro.
Después las cosas empezaron a cambiar. Lo que nos había parecido excepcional, de golpe
se tornó empalagoso. Y acaso un tanto infantil. Habíamos entrado en la edad del desencanto.
Hesse ya no era para nosotros. Habíamos pasado sin escalas a Carver, a Bukowski, a Henry Miller, a
Chandler, a Saer, a Thomas Bernhard. También Cortázar había quedado en el pasado y era, apenas,
parte de la nostalgia. Si hasta nos animábamos, irreverentes, a poner en tela de juicio la
mismísima Rayuela.
Ahora, pasados los cuarenta, me reencontré con H. H. Hace un tiempo repasé El Juego de
Abalorios, su última obra maestra. Y un poco antes descubrí (porque se debe seguir descubriendo
toda la vida) Rosshalde, bella y cruel novela que no conocía y que compré en una digna edición de
Sudamericana. Reingresé en la terrible Bajo las Ruedas, publicada en la hermosa colección Alianza
Bolsillo. Pero lo que estoy leyendo esta tarde bajo los jacarandaes del bajo es Narciso y
Goldmundo.
Ahora, que estoy más viejo, me doy cuenta de que Hesse, si bien a veces naufraga en los
pantanos del
kitsch (mirá quién habla), es muy sabio. Más sabio de lo que llegué a creer en la
treintena, mi edad del desencanto. Y es sabio en un terreno que me preocupa: el amor.
Estoy en una época en que los balances son inevitables. Cuando se ha llegado a la mitad (o un
poco más allá) del río, la mirada se dirige hacia atrás e intenta desentrañar las verdades últimas.
Entender qué es lo que se ganó, qué lo que no volverá y qué es lo que ha quedado sepultado para
siempre.
Hoy, en esta tarde tan dulce de comienzos de diciembre, mientras el tiempo sigue pasando
dentro mío, sé de pronto que aún soy el mismo y que los libros que más quiero son los que me
enseñaron a vivir. Esos mismos libros me siguen enseñando. A perder. A adolecer. A aceptar. A amar.
A reír.
Hesse es un escritor que merece estar cerca, siempre a mano en la biblioteca. Hay otros
libros suyos que quiero recordar: los profundos textos incluidos en Obstinación, las Cartas, una
joya autobiográfica llamada Pequeñas Alegrías, los Poemas (edición de Fausto) y un librito
maravilloso llamado El Caminante, que mezcla prosas cortas y acuarelas, obra creada en esa
época de vagabundeo posterior al divorcio de H. H.
Ya dejé el señalador en el lugar preciso, cerré el libro y lo guardé en el bolso. Después de
una ducha tibia, será hora de ir a trabajar. Este es mi trabajo. Estoy escribiendo lo que usted
ahora lee, mientras les doy la mirada final a las páginas de deportes y la tapa del diario ya está
en la rotativa. El libro está esperando que las manos del lector (en este caso, las mías) lo vayan
a buscar otra vez y lo abran amorosamente. Él también abrirá puertas y ventanas en quien lo lea (en
mí). Está abierto como una flor en el corazón del futuro.
Gracias, H. H.