La nominación del nuevo Papa Francisco parece haber traído un aire de renovación en la Iglesia Católica Apostólica Romana. Un cambio que se tornaba indispensable y tal vez comparable a cuando en 1958 Juan XXIII, conocido con el Papa Bueno, sucedió a Pío XII, el Pontífice sobre el cual todavía hoy hay controversias en relación a su actuación durante la Segunda Guerra Mundial.
Después de casi un siglo del Concilio Vaticano I (1869-1870), Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II (1962-1965), que no pudo terminar por su muerte, pero que sí completó Pablo VI. Las conclusiones de estas deliberaciones
de la Iglesia trajeron en esa época una reevaluación de algunos conceptos históricos que repercutieron principalmente en el diálogo interreligioso y en un acercamiento de la jerarquía eclesiástica con sus fieles a través de
la actualización de algunos ritos religiosos.
Para la época, la década del 60, fue un paso muy importante. Pero transcurrido ya medio siglo de ese aggiornamento, el Papa argentino Francisco se verá ahora en la encrucijada de seguir profundizando en modificaciones imprescindibles para el siglo XXI o refugiarse en la ortodoxia de sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI. ¿Podrá hacerlas? ¿Quiere hacerlas? La Iglesia ha sido monolítica en cuanto a oponerse a cambios significativos de la modernidad y no contemplar la otredad. ¿Francisco
modificará la visión de la Iglesia sobre el divorcio, el aborto o el matrimonio igualitario? ¿Abrirá el debate sobre el celibato de los sacerdotes o la anacrónica recomendación de no usar preservativos aun en poblaciones africanas muy afectadas por el sida?
La cristiandad y fuera de ella han recibido con beneplácito a un Papa que en pocos días marcó un cambio de estilo. Es espontáneo, simpático, rompe el protocolo, pide que gane San Lorenzo, su equipo de fútbol; no usa los zapatos lujosos de los pontífices y deja en claro que no lo seduce el oro del Vaticano. Con estas señales ya se ha ganado el afecto de los fieles, que si pudieran votar y elegir a su jefe espiritual, hoy lo harían sin dudas por Jorge Bergoglio y no por algunos del más de centenar
de cardenales que parecen atrasar en la historia. Francisco es un jesuita cuya compañía recaló en estas tierras hace más de 400 años para evangelizar a los indios del Nuevo Mundo. Evangelización dolorosa y traumática de quienes apenas comprendían de qué cosa les estaban hablando.
La elección. Cuando se anunció que el arzobispo de Buenos Aires sería el nuevo Papa todas las especulaciones previas de los “vaticanólogos” que daban por favoritos a una decena de cardenales, entre los que no estaba Bergoglio, se revelaron erróneas una vez más. De inmediato comenzaron los interrogantes sobre el porqué de elevar a Papa a un latinoamericano por primera vez en la historia. Se sostuvo que prevaleció el mismo pensamiento filosófico y político que cuando se eligió
al polaco Juan Pablo II: darle batalla al comunismo, entonces, y acorralar a los movimientos populistas latinoamericanos, ahora. También que el avance de las religiones no católicas en América Latina, donde la Iglesia cuenta con la mitad de sus fieles, es peligroso y era necesario contrarrestarlo. O que un jesuita podría llevar un poco más de ascetismo a una Iglesia Católica sacudida últimamente por escándalos como la pedofilia, el lavado de dinero y los secretos de alcoba difundidos por un infiel mayordomo papal.
Tal vez algo de todo esto sea posible, pero por qué no contemplar otros aspectos más terrenales en la elección de Francisco, similares a los que pide a sus fieles combatir y que también podrían espejarse en los cardenales que lo votaron: la envidia, la soberbia, el odio y otras características comunes entre los mortales. Dentro de las paredes del Vaticano se desarrollan, con seguridad, las mismas pasiones que en otras partes del mundo donde hay mucho poder. Los purpurados deben tener internas, recelos y cuidados para mantenerse en posiciones de privilegio. Debe haber grupos antagónicos, algunos que piensan en la institución y otros sólo en su círculo áulico y sus cargos. Es así como sucede en todas partes y por qué no en el Vaticano, que con Francisco parece querer darle la misma importancia a lo divino que a los sufrimientos de sus fieles en la Tierra.
Los pobres. Precisamente dentro de lo terrenal, el nuevo Papa habla de una Iglesia más pobre y para los pobres. ¿Quién puede oponerse a esa aspiración? En lo institucional es su responsabilidad y de la jerarquía eclesiástica lograrlo, pero en lo social, es decir en el acercamiento hacia los pobres, esa concepción puede dar lugar a distintas interpretaciones. Una es la referida al asistencialismo espiritual y también material de los pobres, que así siempre seguirán siéndolo. “Hay que acercarse a Dios, el Padre bueno”, pide Francisco. ¿Ese acercamiento conlleva algún cambio en las condiciones de vida de los pobres? La otra es desde una lectura materialista de la historia. Acercarse a los pobres para contenerlos, reconfortarlos, pero con estructuras
económicas inmutables que originan un abismo entre ricos y marginales, entre países que luchan para bajar la obesidad de sus habitantes y otros que intentan evitar la muerte por desnutrición de sus niños.
¿Profundizará Francisco sobre los motivos de esta inequidad? Porque es precisamente en los pueblos más pobres del planeta donde la Iglesia Católica tiene la mayoría de sus 1.200 millones de fieles. ¿Casualidad o causalidad? En este sentido adquiere nuevamente vigencia la encíclica social del Papa León XIII, Rerum Novarum, (1891) sobre la acumulación de la riqueza y la pobreza. La política. Francisco dio muestras en pocos días de que le sobra carisma y poder real para
emprender los cambios que la Iglesia, como las otras dos religiones monoteístas, necesitan para responder a la sociedad del nuevo siglo.
En términos políticos su figura renovada, distinta, podría tener, salvando las distancias, alguna analogía con Barack Obama. Un presidente negro, por primera vez en la historia norteamericana, llegó a la presidencia de los Estados Unidos y fue reelecto. Sucedió a George Bush, lo más recalcitrante de la derecha, que llevó al país a las guerras de Irak y Afganistán y generó la peor crisis económica desde la Gran Depresión de los años 30. Crisis que arrastró a Europa y que aún persiste. Estados Unidos es un ejemplo de democracia interior, pero no lo prolonga en su política exterior, donde tantas veces se ha ubicado y asociado con lo peor. El aire puro que trajo Obama no siempre se ha reflejado en cambios en la política mundial o avances en la
orientación política de distensión global y muchas promesas, como la de cerrar la ignominiosa cárcel de Guantánamo, han quedado en la nada. Habrá que ver qué sucede ahora en Estados Unidos con el gran debate sobre la regulación
de la venta de armas.
Si triunfa el lobby de la Asociación del Rifle o ganan la racionalidad y la sensatez. ¿A Francisco podría pasarle lo mismo? Es el primer jesuita y latinoamericano en el trono de Pedro, tan impactante como Obama en la Casa Blanca, cuando
hace sólo un siglo y medio -nada en términos históricos- se abolió la esclavitud en el país del norte. Sólo el tiempo responderá si Francisco está imbuido de un espíritu verdaderamente reformista o propone sólo un lavado de cara para que nada cambie.
Difícil de predecir.