Me estoy devorando un libro. Y les aseguro que la expresión no puede ser más
literal cuando se trata de "Comer y beber a mi manera", de Manuel Vicent, un recorrido por los 66
gastronómicos años del autor. Desde el simple pan con aceite de oliva, al exótico cous-cous
bereber, todos los manjares que ha saboreado el valenciano están allí, desde su infancia a su
presente: olores, colores, sabores, gentes, palabra y cosa, nombre y forma. Incluso comparte
algunas recetas.
Sus páginas me remitieron a otro escrito. El del ensayista y filósofo argentino
Chistian Ferrer, titulado "Restos de viaje a la Patagonia" (al que se puede acceder a través de la
web); nada menos que el trabajo por el que descubrí la relación entre las facturas y el
anarquismo.
Sí, las facturas. Esa mezcla de manteca, harina, azúcar, levadura y dulces por
las que cualquier argentino mata un domingo a la mañana. Ellas, endiabladamente ricas y
engordantes, recién horneadas o del día anterior; con mate, café con leche o solas, llegan a sacar
lo más miserable de uno. Hablo de mí, claro, que durante meses -cuando iba a primer año del
secundario y el régimen me importaba un rábano-, salía temprano hacia la escuela para comprarme
antes de entrar a clase dos tortas negras recién horneadas en una panadería que quedaba apenas a
una cuadra de mi colegio. Las más ricas y cargadas de azúcar negra que comí nunca jamás.
Recuerdo ir engulléndolas miserablemente despacio para evitar cruzarme con
alguien y tener que convidarle mi deseado manjar.
Pero, bueno, la nota de Ferrer no habla de mis facturas sino de las facturas y
su blasfemia. Claro, habla del nombre de las facturas y de la historia de Errico Malatesta, un
anarquista fugado de Italia que había ayudado a organizar la primera huelga del combativo sindicato
de panaderos de la Argentina, allá por 1888. La lucha duró diez días y terminó en triunfo, con
redacción de estatutos incluido. Y parece que fue por ese tiempo que las facturas, algunas de
origen europeo, adquirieron aquí formas singulares y apodos peculiares.
En verdad, la medialuna ya tenía su historia. Refería a la luna musulmana y a la
Viena de 1529 sitiada por el ejército turco. Los reposteros locales, a fin de animar a la
población, tomararon el emblema de los invasores y lo moldearon en sus hornos. Con el símbolo
sagrado en sus bocas, la gente se subía a las murallas y masticaba las medialunas con descaro ante
los ojos furiosos de los soldados.
La misma provocación se supone que llevó a los oficiales panaderos argentinos,
imbuidos por el ideario anarquista, a escandalizar al ejército, la policía y a la Iglesia. Parte de
la lucha fue nombrar irreverentemente a sus creaciones "cañoncitos", "bombas", "vigilantes", "bolas
de fraile", "suspiros de monja" y "sacramentos". El líder, Malatesta, moriría años después en
Italia tras un largo arresto domiciliario que le había impuesto Mussolini.
Facturas. Curiosa historia casi de cuento de niños frente al episodio que se
vivió en el Concejo, donde un grupo de estudiantes que se opone al aumento del boleto entró al
recinto a puro insulto, trompada y rompiendo todo a su paso.
Como dice Ferrer al final de su escrito: "...rara vez pensamos el vínculo entre
nombre y forma, entre palabra y cosa, menos aún la relación entre origen político-lingüístico y
costumbre gastronómica. Las palabras suelen osificarse en el uso cotidiano, y lo que en un tiempo
fue escándalo, hoy es rutina. Por su parte, el anarquismo argentino ha quedado angostado a un
mínimo caudal político, y su audibilidad política es muy escasa. Y sin embargo, cada vez que
mordemos una factura, el crujido de lo que en otros tiempos fuera sarcasmo sedicioso popular
resuena entre los dientes".