“¿Dónde termina una carta?”, preguntó un chico de 7º grado de la Escuela Nº 71 Francisco de Gurruchaga durante una clase en la que avanzaban con la lectura del libro “Papaíto, piernas largas” (Jean Webster). El interrogante dejó expuesto un vacío que rápidamente identificó la seño Caro: esos alumnos no sabían muy bien qué era un texto epistolar, qué valor tenía ni cómo se escribía. Fue entonces que comenzó una explicación teórica sobre las particularidades del género, luego la propuesta de recolectar cartas de los padres y abuelos, para entonces sentarse a escribir para otros chicos, pares pero desconocidos, de otra escuela primaria pero rural, que al igual que ellos nunca antes habían escrito un texto parecido. Una rica experiencia que comenzó con la lectura de una novela y derivó en un encuentro que trascendió a las cartas escritas en papel.
“Los chicos no reconocían la tipología del texto epistolar. Fue muy llamativo cuando trajeron las cartas de los abuelos, de los padres, ellos no tenían idea del valor afectivo de esos papeles hasta que de distintas maneras les pedían que no las pierdan, que las cuiden”, contó Carolina Meza, maestra de lengua de la Gurruchaga y quien dio vuelo a semejante movimiento de intercambio escolar.
Fue así que surgió la importancia del recuerdo. “Se asombraban ante la lectura de frases como «mi papá le dijo que la quería besar en el cuello a mi mamá, qué asco», o descubrir que enviaban cartas cuando estaban en la colimba. Uno de ellos encontró qué significaba «corré, limpiá, barré» y que los hombres pasaban muchos días sin volver a sus casas”, agregó la docente.
Desde mayo. El cruce de misivas postales fue con los 24 chicos que asisten a la Escuela Nº 245 Juan Bautista Azopardo, de Monte Flores, zona rural de Villa Amelia y comenzó en mayo. Primero los alumnos de la Gurru se lanzaron a la escritura, superaron interrogantes, la angustia del papel en blanco, contaron cómo son, qué les despertó esa misteriosa comunicación y expresaron con emoción el deseo de verse las caras. Todas fueron enviadas a una casilla postal de donde luego el director, Rogelio Retamozo, retiró las cartas para que se inicie la devolución y aumente la expectativa por conocer a los nuevos amigos.
La señorita María del Huerto Sahilices de la escuela rural guió las respuestas al aluvión de mensajes que triplicaba a la cantidad de alumnos que cada día asisten al establecimiento de Monte Flores, ubicado a en la ruta 255 a la altura de la AO12. La maestra fue quien doblegó la apuesta con una invitación a compartir los festejos por el Día de la Independencia, con un inolvidable encuentro que se extendió durante toda la mañana del miércoles pasado.
El día previo se vivió con ansiedad y expectativa en la Gurruchaga. “Estoy tan emocionada, quiero que llegar a la escuela y abrazar a Thiago, el nene que me escribió la carta. Quiero jugar con ellos a muchas cosas, hacer nuevos amigos, seguir escribiéndonos”, dijo Elisa, alumna rosarina mientras que su compañero de clases, Santiago, no hacía más que imaginar las dimensiones de la otra escuela: “Me dijeron que tienen pasto, y también la materia computación, no son pobres”. Otro no salía de su asombro al leer una y otra vez que en la casa de su “amigo epistolar” tenía pavos reales, gallinas y perros que iban y venían.
Esa mañana del miércoles pasado, los chicos esperaban en la puerta de la escuela de Monte Flores, soportando el frío y ansiosos por la visita. Al bajar del colectivo hubo aplausos, abrazos, besos y la inmediata alusión a los nombres de cada uno. El pegoteo fue instantáneo. “Nosotras también somos mellizas”, contaron las nenas con idénticas camperas rosas y trenzas largas, al reunirse con los mellizos que llegaron desde Rosario.
Junto al mástil. El primer rito fue frente al mástil, en la entrada de la escuela sobre el camino de tierra con la helada que aún teñía el pasto de blanco. “Los lugares de nuestras escuelas son diferentes, pero hay ritos que nos igualan, costumbres cotidianas como izar la bandera ¿Ustedes cómo lo hacen?”, preguntó la directora de la primaria Nº 71, María Cecilia Lenci. Su par, Rogelio Retamozo contó: “Nos reunimos temprano y entonamos una oración en voz alta”. A capella y a coro los chicos de guardapolvo blanco se hicieron oir. El mástil crujió y la bandera flameó en lo más alto.
“Es como me imaginaba, una casa que comparten entre todos”, describió Candela Martínez mientras José, Luciana y Josefina mostraban la sala de jardín, la preferida también de los más grande que en los recreos van a jugar con rompecabezas, un órgano, libros, títeres, percheros de colores, un arco iris, un mural completo con dinosaurios y paisajes. “¡Tienen televisor en el salón!”, gritó exaltado Pedro para que la señorita cuente que hace una semana colocaron blackout en los corredores para poder mirar películas.
Mientras cada uno saboreaba una chocolatada caliente con alfajores riquísimos que no cabían en la boca, llegó entre otras cosas el esperado abrazo con Thiago, uno de los más chiquitos. “¿Puedo darte un beso?”, le dijo Camila que se animó a las selfies en las que todos terminaron apretados. Al fin el encuentro había llegado. Las conversaciones fluyeron, los juegos se multiplicaron, hubo canciones, sonrisas, comparaciones y más preguntas: “¿Dan clases todos juntos? ¿Esa mesa es de laboratorio? ¿Se puede entrar a la cocina? ¿Cuánto los dejan estar en los juegos?”. Durante una hora fueron protagonistas del acto formal del 9 de Julio, donde se destacaron a cooperadores, hubo bailes folclóricos del ballet “Tallarte en movimiento”, para después abrirles el paso a las empanadas y al locro, que para muchos significó probar ese plato por primera vez.
Hora de juegos. En el parque que rodea al predio escolar, el fútbol rápidamente reunió a los varones, mientras las chicas hacían volar alto las hamacas. “Nunca había escrito una carta en mi vida, no es difícil, le escribí a Mateo, Oriana y Vicky”, contó Candela mientras mostraba unas colitas para el pelo que sus nuevas amigas le trajeron de regalo. Al lado María iba y venía en una soga con nudos para trepar. “Ahora espero ir a Rosario. Dijeron que nos van a llevar a dar una vuelta en colectivo”, se ilusionó.
En esa escena, e perro Roco perseguía a Samira, la más chiquita de Monte Flores que esta semana cumplió 5 años. Con el alfajor a salvo y desde arriba de un banco pudo observar el panorama con mayor claridad: el parque verde estaba desbordado por los visitantes que coparon los juegos. “¡Cuántos chicos que hay!... Les presto mi escuela”, asintió risueña mientras jugaba con sus trenzas tirantes que todas las nenas lucieron para bailar chacarera.
Sin consignas, se dio lo que las maestras habían planeado, eso de encontrarse con el otro, que puedan dar y recibir, que sean abiertos. Unos llevaron cuentos, otros regalaron cuadros, golosinas. Los rosarinos guardaron de recuerdo una tela de arpillera con el molino insigna de la escuela de Monte Flores pintado en colores; la vicedirectora de la Gurru hasta se llevó un taper con locro y todos quedaron con los corazones contentos.
“Cada año tengo como objetivo una intervención social, que se vayan de la primaria sabiendo que pueden trabajar para cambiar algo de su entorno”, contó la seño Carolina Meza. Misión cumplida.