Con gran frecuencia la imagen plástica ha estado vinculada a otros campos del quehacer humano, sin que ese nexo necesariamente haya menoscabado su relevancia estética.
Según se cree, las pinturas rupestres perseguían un fin a la vez mágico y utilitario, como era el de facilitar la captura del animal representado, y dicha superstición -más su cuota de utilitarismo, naturalmente-, es la que aún perdura en esas espectaculares tablas renacentistas en las que las efigies de los santos patronos, conviven con las de los donantes que solventaron su ejecución.
La imagen, como un producto cultural que se autoabastece y se impone a nuestra pura contemplación “per se”, es la resultante de una convención tardía, por más familiarizados que estemos con ella.
Esta introducción tediosa viene a cuento, porque al conmemorarse este año el 150° aniversario de la publicación de Alicia en el País de las Maravillas, sería oportuno rendir homenaje, no sólo al genio literario de Lewis Carroll —según palabras de Borges “el célibe que tejió la inolvidable fábula”—, sino también al dibujante que, desde la primera edición del libro en 1865, por la editorial Macmillan and Co., asumió la difícil responsabilidad de dar forma visible a los personajes.
Alicia no es sólo la Alicia del reverendo Dodgson —verdadero apellido que se oculta tras el seudónimo de Lewis Carroll—, no es sólo un entramado de frases ingeniosas capaces de estimular y fascinar nuestra imaginación, sino que es también, y no sé si fundamentalmente, esa corte de entrañables criaturas “materializadas” y fijadas de una vez para siempre por el ilustrador John Tenniel.
La vieja alianza entre palabra e imagen dio algunos frutos inmejorables: ¿qué mejor combinación, por ejemplo, para no apartarnos de la literatura victoriana, que la del supremo esteta Oscar Wilde con el perverso, frívolo y exquisito dibujante Aubrey Beardsley, ilustrando su drama Salomé, obra que por fortuna ha sido reeditada recientemente y hoy puede encontrarse con facilidad en las librerías?
Pero la fórmula Carroll-Tenniel resultó —sin que le queden grandes los adjetivos— perfecta e inmortal.
Sir John Tenniel (1820-1914) fue un dibujante y caricaturista de la revista Punch, que ya había ilustrado, entre otros libros, las Fábulas de Esopo, y al que un desgraciado accidente juvenil —la pérdida de un ojo a los veinte años, en un lance de esgrima en el que cruzaba armas con su propio padre— no le había menguado su extraordinaria destreza dibujística.
Cuando Carroll lo contactó, a comienzos de 1864, el reverendo conservaba aún consigo el manuscrito de Alicia, al que había sumado unos dibujos de su autoría, muy rudimentarios pero innegablemente sugestivos, y cuyo infantil amateurismo les hubiese permitido ubicarse, con buena performance, en el mundo del arte contemporáneo.
Tenniel tuvo muy en cuenta estos bocetos que Carroll le hizo llegar, junto con una fotografía de la niña Mary Hilton Badcock, como la modelo a utilizar para resolver la fisonomía de Alicia y, a partir de ese material, finalmente compuso 42 dibujos por los que recibió como retribución 138 libras.
Más allá de algunos roces previsibles entre los dos artistas —se comenta que el escritor sólo habría quedado plenamente satisfecho con la figura de Humpty Dumpty—, el aporte profesional de Tenniel fue decisivo, y se puede afirmar que las 92 imágenes que concibió, ya que también se encargaría de ilustrar Alicia a través del espejo, publicada seis años más tarde, volvieron “definitivamente tangibles” los sueños del inefable Carroll.
Infinidad de artistas plásticos intentaron después llevar adelante la misma empresa, pero con dudosa fortuna: algunos de la talla de Max Ernst o Salvador Dalí, y otros insufriblemente estereotipados como Walt Disney, que dedicó a Alicia una de sus clásicas películas de dibujos animados en 1951.
De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que la propia Alicia, el Conejo Blanco, el Sombrerero, la Liebre de Marzo, el Gato de Cheshire, el Grifo, la Tortuga Artificial o el Rey y la Reina de Corazones, son hijos, tanto del matemático de Oxford que amaba tenazmente a las niñitas impúberes, como del desventurado esgrimista al que una estocada de su terrible padre, muchos años atrás había dejado tuerto.