Le decíamos Pájaro y andaba siempre con una carretilla, en donde guardaba las herramientas para cortar los yuyos de las zanjas y una cuchilla oxidada con la que nos amenazaba cuando le gritábamos. Lo recuerdo como si fuera siempre verano, con el torso desnudo, flaco y ancestral, el sol brillándole en la piel cetrina. Iba a comprar vino suelto al boliche que estaba en Montevideo entre Río de Janeiro y Valparaíso. Allí íbamos nosotros también, a buscar entre las hojas secas del cordón, etiquetas de cigarrillo para jugar al tejo (la más difícil era la de Fontanares, blanca y marrón, valía diez etiquetas comunes). Cuando lo veíamos venir nos escondíamos entre los plátanos. Le gritábamos Kung Fu; nunca supe por qué.
Una tarde de domingo, creo que de Semana Santa, estábamos jugando en el campito Dioslux cuando escuchamos un chillido animal que se mezclaba con el viento. Era un llanto desesperado y estridente. Nos acercamos a la zanja que bordeaba la vereda sur de Pellegrini; era toda de tierra hasta Provincias Unidas. Estaba en cuclillas el Gabi Damico, mirando hipnotizado cómo se ahogaban unos cachorros de gato, pataleando enloquecidos, los pelos de terciopelo suave volando entre la mugre. Nos sonrió y siguió mirando. Nosotros tampoco le hablamos, ni hicimos nada, tan sólo observábamos como él, extasiados y a la vez horrorizados, aceptándolo como si fuera natural, la muerte declarada en la tierra para cada ser y de la manera elegida. Nos dimos cuenta que lo teníamos al lado cuando le dio al Gaby el planazo con la cuchilla. Salimos todos corriendo hasta la zanja de en frente y de allí lo vigilamos. Sacaba los gatos del agua y los soplaba, y los iba acomodando en la carretilla. Los tapó con una arpillera y se fue con ellos; sólo quedó uno que no pudo despertar.
Al rato volvió Gaby Damico, con su viejo y su hermano, que era agente del servicio penitenciario, la 11.25 en la cintura. Había caído el sol y hacía frío. Nos preguntaron dónde vivía el Pájaro, pero eso el Gaby lo sabía, todos lo sabíamos. Lo hacían para que supiéramos que lo buscaban. El padre tenía la bicicletería a dos casas del boliche, nos regalaba gomines cuando íbamos a inflar las bicis. Un buen tipo, solíamos decir.
Nos enteramos al otro día lo de la casilla. Estaba en la plaza de Cochabamba, detrás del muro trasero del Cementerio de Disidentes. Las llamas habían prendido varios árboles y los cables de la luz, y en la oscuridad absoluta del barrio era todo una gran fogata, estrella fulgurante desprendida de la noche. Fueron Canal 5 y la policía, y lo bomberos para remover las tablas hechas carbón y lo que todos imaginábamos. La gente decía que había sido el caldero, o la parrilla que tenía en un pozo, al lado de las chapas. Cuando les di nuestra versión a mis viejos, me dijeron que me callara, que no me metiera. No eran años para meterse.
Pasaron muchas cosas, tanta agua podrida por debajo del puente de la zanja, pero una tuvo que ver con aquella historia y nos dimos cuenta de eso un tiempo después. A diez años de lo del Pájaro, prendieron fuego a uno de los linyeras que dormían en la entrada de la iglesia San Francisco. Les dejaban abierta la puerta de rejas que daba al atrio y se acomodaban con los colchones y las frazadas, en un rincón de las últimas puertas de madera. Lo rociaron con querosene. Al otro día había una mancha oscura y una flor que algún parroquiano había soltado. Al menos esta vez todos estábamos de acuerdo en que no había sido un accidente. Con algún que otro rumor, en el club o en la escuela, supimos que eran los de la barra de Matienzo, los que salían a quemar viejos. Entre ellos estaba el Gaby. Él había empezado en una técnica y todos los demás fuimos a la comercial, ahí nos separamos. Se paraba en la puerta de Space, un aro argolla enorme y el pelo corto adelante y largo por detrás. Decían que se pegaba la navaja en la espalda con cinta adhesiva, así los canas no se la encontraban.
Volví a verlo cuando estacionaba el auto por Avellaneda, yendo al bautismo del nene de mi hermana menor. Estaba con los muchachos que cuidaban los autos, a la sombra de los árboles, tirado contra la pared fresca. Era enero. No lo reconocí hasta que me saludó, parecía un anciano, estaba arrugado y encorvado y se le veía una bolsa de colostomía. Tiene el bicho, me dijeron después, cuando se los comenté a los amigos en un asado.
No existe la justicia natural, es un deseo adolescente, una ilusión naif. Las cosas nacen y mueren, o desaparecen en su elemento, es difícil que salgan de allí. La mayoría de las veces nos parece injusto el desenlace, otras no. Las cosas tan sólo "son", y en algún momento dejan de serlo. Nada más que eso. Ayer me llegó la noticia, no importa cómo. Había ocupado el galpón de la bicicletería del padre; se habían fundido en los 90 y habían perdido hasta la casa. Vivía ahí con su compañera y otros dos de aquellos linyeras con los que compartía la sombra de los árboles de Avellaneda. Le quiso prender fuego a la mujer, borracho, rociándola con el alcohol que había conseguido para tomar. Se empapó sin darse cuenta y la botella le explotó en las manos, la ropa prendió enseguida. Los otros trataron de apagarlo y no pudieron. No quedó nada. Más allá de la pena, siempre me pregunté cómo había hecho esa tarde para soportar ver a los gatos tratando de mantenerse a flote, para escuchar ese llanto. Yo, que hasta el día de hoy, en sueños, a veces los escucho.