Los jueces serán lo que serán, pero son los más vulnerables a la crítica. Son los culpables ideales, porque casi nadie los defiende. Condenados por los mil y un replay, ellos deciden en un segundo mientras los periodistas (y quien escribe, obvio) opinan con menos chances de meter la pata. Acaso jugadores y técnicos tengan más derecho a la protesta, porque también opinan y juzgan en los mismos tiempos que el árbitro. Pero no puede justificarse la desmesura con la que actuaron últimamente. Caruso usando el término cáncer para pegarle a Laverni. Marchesín prepeando a Merlos como todo un descontrolado Lanús por un penal bien cobrado, mientras Araujo no asumía su evidente culpa y se la cargaba toda al juez. En la fecha anterior, el Mellizo diciéndole a Pablo Díaz que no puede mirarlo a los ojos por no haber cobrado una falta no fácil de observar a primera vista. Pero el triunfo de River sobrevino por un error del mismo Marchesín, por dar rebote tras un tiro libre bien sancionado después de aquella acción. Y llanto y más llanto. Un festival de lágrimas. Cero autocrítica. En el medio, aún cuando compañeros y opinólogos afirmaban lo contrario, Matías Pérez García dijo que no fue penal a Tigre una caída suya en el área de San Lorenzo. Un oasis entre tanta pérdida de control de los que deben tenerlo tanto como el juez.