El 27 de septiembre de 1997 al amanecer los cuerpos de dos personas jóvenes aparecieron golpeados e inertes sobre la banquina en un tramo de Circunvalación entre Ayacucho y San Martín en la zona sur. Alguien había atropellado a la noche la bicicleta en la que iban y seguido su camino. No había ninguna huella del vehículo que produjo el accidente y en la oscuridad nocturna de esa zona tampoco alguien que hubiera visto lo que había pasado.
Enseguida se supo que las víctimas eran un muchacho y una chica de la zona. Él se llamaba Alfredo Alcaraz y tenía 23 años. Ella era Carolina Aguirre, de 18. Hacía unos meses que estaban de novios. Tenían familias presentes en su vida y muchos amigos. Ella esperaba un hijo.
El asunto era un completo misterio. Sin testigos, sin marcas en el pavimento, sin indicios de ningún tipo las circunstancias del hecho eran tan sombrías como la lluviosa noche de la tragedia. Los allegados a Alfredo y Carolina empezaron a organizar marchas para recibir el alivio de una explicación, por escueta que fuera. En una de las marchas alguien dijo que la pareja había sido embestida por un ómnibus blanco, aunque no podía aportar más detalles para su identificación.
Una tarde le pedí a un redactor que fuera a la zona del accidente y examinara con atención paso por paso el lugar tomándose todo el tiempo que necesitara para eso. Las expectativas de novedad eran mínimas porque ya la policía y empleados del juzgado correccional habían peinado la zona. El cronista, que era Eduardo Caniglia, volvió cuando ya era de noche. Se había tomado a pecho la consigna y apareció con algo.
Enfrente del sitio del siniestro había un caserío precario. Eduardo fue vivienda por vivienda hasta que dio con un hombre joven en silla de ruedas que le habló de un colectivo blanco y le mostró el fragmento de una óptica y un listón irregular de carrocería de color blanco.
Al día siguiente publicamos eso. La pericia de los restos se abrió paso y se identificó al vehículo: marca, modelo y patente. Con datos que sería largo consignar la policía encontró al ómnibus en una estación de servicio de la ciudad bonaerense de Tandil donde había quedado estacionado. Pero antes el micro estuvo en un taller de barrio Ludueña. El mecánico dijo que con el chofer se conocían hacía diez años. Este le había dicho que se había llevado por delante un camión. Cuando lo dejó allí el micro ya no era blanco sino que estaba pintado de dorado.
La policía esperó al chofer cerca de su casa en la zona de Parque Casas y lo detuvieron cuando volvía de llevar a Salta a un tour. Se llamaba Horacio, tenía 43 años, esposa y dos hijos. Su mujer sostuvo en la puerta del juzgado que el día del accidente ellos sintieron un golpe leve pero que no se habían dado cuenta de haber chocado a los chicos esa noche y que pese al ruido no se detuvieron porque la zona era oscura, rodeada de un cinturón de villas y hacerlo les parecía peligroso.
Pero que el micro hubiera cambiado de color sugería un propósito de ocultamiento además de la responsabilidad en el hecho. El transportista fue indagado por doble homicidio culposo y quedó unos días detenido. Finalmente lo procesaron por ese delito y lo excarcelaron con una doble condición: no podía conducir ni abandonar la ciudad.
Seis meses después alguien alertó a la comisaría 2ª que un micro repleto de pasajeros con destino a Embalse Río Tercero estaba por salir de Pellegrini y Mitre y que quien llevaría al contingente era un chofer que no estaba autorizado para hacerlo. Cuando le requirieron la licencia confirmaron el dato. Era Horacio, el mismo del accidente fatal de la zona sur.
Era 1997, el 27 por ciento de la población activa de Rosario estaba en situación de desempleo abierto, en plena aridez del menemismo. Esas circunstancias eran tan ciertas como las otras: un conductor había causado la muerte de dos personas, se había marchado de la escena accidental sin socorrerlas, había hecho pintar su vehículo y finalmente desobedecido la orden judicial que le impedía conducir.
Los medios de Rosario publicaron abundantemente esta historia que llegó también a la prensa nacional. Todos los elementos que requiere una historia periodística confluían: las muertes, el drama, la desaprensión del autor del accidente y su indiferencia hacia el reproche que la comunidad le imponía a través de su sistema judicial. El caso se mantuvo destacado durante varios días.
Unas semanas después de todo esto una bomba cazabobos me explotó en la oreja. Dieciocho años más tarde las esquirlas del estallido siguen cascabeleando dentro mío. Fue una tarde que atendí un llamado en la Redacción. Una voz casi infantil pero llena de resolución se escuchó enseguida. “Buenas noches. Soy la hija del chofer del accidente de los dos chicos de zona sur”. Vacilé por la sorpresa y pregunté en qué podía ayudarla. Me dijo que a su familia no le interesaba decir nada para publicar.
“Ya sé que mi papá no podía manejar el colectivo”, dijo. “Él está muy triste y nosotros también por verlo así. En los diarios y en la tele lo trataron muy mal. Pregunten a nuestros vecinos cómo es mi papá. Él siempre trabaja mucho y es muy bueno con nosotros. No es un asesino como dicen”.
Si dijo algo más no lo recuerdo. Sí retengo que fui a ver al juez del caso, Julio César García, quien está por jubilarse en estos días. El juez me contó que el hombre declaró delante de él abstraído y con la cabeza reclinada. Le dijo algo así. “Salí con el micro porque nunca pude conseguir otro trabajo y tengo dos hijas. En mi casa no hay ni para un paquete de fideos y mi hija menor está enferma. Dígame qué podía hacer”. El magistrado tragó saliva e hizo lo que marcaba la ley. Lo dejó preso.
La literatura clásica se alimenta de situaciones reales y en ellas suele reencarnar a través del tiempo. En la voz de la nena que llamó no había enojo, ni tristeza ni bronca. Solo resolución. Una convicción que me trajo a la mente a Dostoievski. Dimitri Karamazov aporrea en una pelea de bar a un hombre andrajoso, embriagado y sucio. Muele a golpes y tomándolo de la barba arrastra afuera de la taberna a ese pobre diablo. En medio de la escena un chico menudo y frágil llega a esa cueva de borrachos a buscar a su padre. Entonces le implora a Dimitri que lo suelte y en la súplica se arrodilla y besa las manos del agresor.
Un tiempo después ese nene debilucho, al que le dicen Cabeza de Estropajo, descubre a Aliocha, hermano del joven que castigó a su padre, junto a otros cinco muchachos. Lo ve del otro lado de un riachuelo y empieza a arrojarles piedras. Está en completa desventaja, son seis contra uno, por lo que el grupo lo inmoviliza. Así todo el niño desde el suelo, contenido y sin fuerza, le muerde un dedo a Aliocha. Y le dice: “Ustedes han humillado a mi padre”.
El lunes pasado un editor periodístico peruano, Julio Villanueva Chang, dijo en una charla a periodistas rosarinos. “Recuerden siempre que la verdad no se reduce solo a los hechos. Por debajo de ellos hay más cosas por descubrir”.
Al igual que el personaje de Dostoievski la chica que habló conmigo lo hacía desde una notoria desventaja. Y parecía decir: si van a darle golpes a mi padre yo no vengo a justificarlo, sólo quiero pararme a su lado a recibirlos también. También me estaba poniendo por delante la existencia de la complejidad, del estupor, de los millones de matices extraviados que componen una historia.