—El sacerdote Claudio Castricone tiene su sede parroquial en un remoto paraje de Formosa. Nos
ha llegado, a través de un amigo, un relato muy hermoso escrito por él sobre esa región, sobre esa
otra Argentina donde viven los pobres, y además olvidados, de los que pocos se enteran. Es una
historia verídica, algo que le ocurrió a él cuando lo invitaron a la fiesta de los quince años de
Lisa, una muchachita que vive en La colonia Paso Polenta, que está aproximadamente a 30 kilómetros
de Misión Laishí. “Tiene este nombre —cuenta el sacerdote— porque cuando llueve
esos kilómetros se hacen una polenta, imposibles de transitar. Tengo la experiencia de eso, ya que
varias veces me embarré hasta la rodilla y hasta fundí la camioneta de la parroquia exigiendo el
motor del vehículo que se me había empantanado”.
—La cosa es que el cura se fue en moto hasta la fiesta de Lisa, en plena noche
formoseña, exactamente el 31 de diciembre pasado. ¿¡Cómo le iba a fallar a la chica?! Al fin llegó
y lo que sigue son partes de su relato.
—“Paso Polenta tiene unas diez familias, todas muy humildes. Hay una escuelita
con una sola maestra. También tiene su capilla, puesta bajo la advocación de la Virgen del Carmen,
donde hay misa solamente el quinto domingo de mes, cosa que sucede cada tres o cuatro meses. Cuando
llegué a su casa reinaba la oscuridad. Vale la pena detenerse en describir donde vive la familia
Otazo: su casita es un rancho de barro con techo parte de paja y parte de chapas de cartón, a
orillas del riacho Salado, con un hermoso patio con árboles y piso de tierra. Ah… no tienen
agua potable, ni luz eléctrica. El agua del riacho es salada, como lo indica su nombre. Para tener
el tan valorado líquido Sixto hizo un pozo a unos centímetros del cause del Salado y de allí sacan
el agua, que aunque parezca mentira, tiene mucho menos salitre que el del riacho. La instalación de
la luz rural es demasiado cara para el pobre, para tener electricidad utilizan una batería de auto,
con eso alimentan algunos foquitos y su radio. No tiene heladera ni televisor. Con todo este
panorama parece una pavada, pero tampoco allí hay señal de celular”.
—Sigue contando el sacerdote: “Al rato apareció la quinceañera, Lisa: no bajaba
de un lujoso auto, salía de su casita de barro; no venía vestida con un lujoso vestido, traía
blusa, pantalón y sandalias —no creo que haya estrenado nada en esa noche—, lo que sí
tenía un hermoso peinado que le hizo Leonella, una de sus hermanas mayores, que fue a estudiar
peluquería a Formosa; no había una gran torta, era pequeña y colocada sobre una mesa que tuvieron
que pedir prestada”.
—Y termina: “De todos los cumpleaños de quince que he participado, este fue el
más pobre, pero sin dudas uno de los más lindos e inolvidables para mí. Y viendo la felicidad y
alegría que Lisa transmitía en su rostro, sigo sosteniendo que la felicidad no está en las cosas
grandes y suntuosas, sino en las sencillas y simples”.
—¿Cuántas “Lisas” hay en este país increíblemente rico? Cientos, miles,
decenas de miles. Algunas están aquí nomás, a la vuelta de la esquina. ¿A quién le importa? De paso
reflexiono: ¿Y de los curas como Castricone quién se acuerda?
Candi II
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