Una tarde de 1989 Javier vio en una publicidad televisiva cómo dos hombres con pantalones holgados tiraban patadas hiladas al aire. Lo recuerda muy bien: ese fue el principio de todo. Aunque practicaba artes marciales desde hacía mucho, las imágenes que aparecieron como flashes en la pantalla le resultaron totalmente desconocidas. “Creí que era algo hindú, por la ropa que usaban. No tenía idea de lo que veía”, cuenta Javier MacDonald, contramestre de la escuela Projete Liberdade Capoeira, desde el comedor de su casa, en la zona noroeste de Rosario.
Los días que siguieron a aquella brevísima aparición televisiva lo encontraron recorriendo algunas librerías de la ciudad junto a sus compañeros de Kung Fu, con la expectativa de encontrar explicación a esos movimientos que no encajaban en su lista de las artes marciales conocidas. Internet todavía pertenecía al mundo de la ciencia ficción y no resultaba fácil encontrar información sobre cuestiones tan específicas, menos cuando las únicas referencias eran unas imágenes en la tele.
“En las librerías no encontramos nada. Después de un tiempo, nos enteramos de que venía un tipo a dar un curso de Capoeira al profesorado de educación física. No sabíamos entonces qué era, pero fuimos igual”, recuerda Javier que, aquel 8 de septiembre de 1989, cuando llegó a la capacitación, pudo ponerles nombre y fundamentos a los movimientos que había visto en televisión. Aquel día, sin preverlo, comenzaría el desembarco de la Capoeira en Rosario.
Por entonces, el mapa cultural era muy diferente al actual: las expresiones afroamericanas eran una rareza y había mucho prejuicio ante lo que provenía de otros países latinoamericanos. “Cuando empezamos, no había nada afro y se veían muchas notas en los medios sobre las sectas. Todo el mundo estaba paranoico. Te veían vestidos de blanco y pensaban que estábamos en un ritual”, explica Javier. Fue en esos días que recibieron una denuncia de una vecina de la zona sur: la policía se arrimó al club, donde el grupo entrenaba junto a su maestro llegado de Brasil, para desalojar eso que la vecina –y la policía– entendieron como un ritual satánico. “Vinieron a llevarnos. Salió el Mestre a mostrar que era un deporte nacional brasileño, que era parte de una cultura, les habló unas dos horas. No se conocía nada”, recuerda Javier.
Hoy, el escenario es otro. En la ciudad se multiplicaron las expresiones afro y no es extraño encontrarse con cuerdas de candombe, percusión de África, danzas afroperuanas o danzas de orixás, entre muchas otros. Al mismo tiempo, a la escuela Projete Liberdade Capoeira se han agregado otras como Ori Axé o Grupo Candeias Rosario y Terreiro Mandinga de Angola, la única escuela que practica Capoeira Angola.
La Capoeira se juega
Algunos prefieren decir que es un arte, otros que es una lucha, muchos la ven como una performance y algunos más la entienden como una filosofía de vida. Lo cierto es que la multidimensionalidad de la Capoeira vuelve esquiva su definición: allí se mezclan el juego, la lucha, la danza, la música, el teatro y el ritual en una producción que es siempre colectiva. Sobre este punto, las diversas concepciones y lineamientos encuentran un lugar común: no se puede hacer Capoeira solo, siempre se necesita de un otro.
A su vez, todos refieren a la Capoeira como una práctica asociada al jugar. La Capoeira no se baila, ni se lucha, la Capoeira se juega (se joga). Y ese jogo, como todo juego, es un diálogo con códigos no siempre explícitos que se van aprendiendo con la práctica y con los años y que cada jugador juega a su manera.
“Es la única arte marcial donde vos no luchás sino que jugás con el otro. Yo trato de enseñarles eso a mis alumnos y explicarles que la roda es el momento donde los dos capoeiristas entran a jugar con picardía, siempre atentos para no golpearse”, explica Emanuel Robles, quien lleva casi veinte años “jugando” y hoy es profesor de la escuela Projete Liberdade Capoeira.
Sin embargo, la Capoeira no nació siendo un juego sino una respuesta concreta ante la necesidad de defensa que tenían los africanos esclavizados en suelo brasileño. Se dice que la palabra deriva del tupí guaraní, por la mutua influencia que habrían tenido los pueblos originarios y los africanos al compartir los espacios de trabajo esclavo.
Al no haber fuentes históricas, las hipótesis sobre el origen del término se multiplican. Una de ellas deriva de la palabra kapuêra (ka´ávy, matorral y puêra, algo que ya fue), la cual designaría el terreno ralo que fue desmontado por los esclavizados para la posterior siembra de algodón o cacao. La expresión habría pasado de nombrar un lugar a indicar una atribución: del “negro en la Capoeira” al “negro capoeira” para ser después una especie de categoría social: “los Capoeiras”. Otra línea lo relaciona a un ave cuyo macho entabla luchas violencias con los rivales que se atreven a entrar en sus dominios.
“Al esclavo se le prohibía toda manifestación cultural. El negro seguía trabajando y produciendo a pesar de todo castigo excepto cuando le prohibían las religiones. Entonces se dejaba morir. Como eso significaba perder un bien económico, les dejaban hacer sus rituales religiosos. Allí, entre sus danzas y la religión, empieza a surgir la Capoeira. Los esclavizados ven que no les convenía la confrontación directa, que en formas circulares se podía esquivar y contraatacar más fácil. De ahí viene la circularidad de los movimientos de la Capoeira”, cuenta Javier Mac Donald.
El derrotero de la historia de la Capoeira sigue el del desarrollo de la sociedad y el Estado brasileños. Durante el siglo XVII, miles de esclavizados comenzaron a escapar aprovechando la confusión que generaron las invasiones holandesas. Muchos de ellos se instalaron en las laderas de la Sierra de la Barriga y construyeron allí un territorio libre que se llamó Quilombo de los Palmares, el cual resistió durante un siglo más de veinticuatro expediciones destinadas a destruirlo. La dimensión de lucha y defensa se acentuó en aquella tierra.
En los inicios de la República, y con la abolición de la esclavitud, la Capoeira se convirtió, además, en una manifestación cultural del pueblo negro, cuya ejecución pública fue prohibida por el Código Penal de 1890 con una pena que iba de dos a seis meses de prisión. La persecución fue acompañada por una fuerte estigmatización del pueblo negro, vinculándolo a lo primitivo y concibiendo todas sus manifestaciones como símbolos de atraso que obstaculizaban la modernización del nuevo Estado nacional.
En la década del 30, durante los gobiernos de Getulio Vargas, la búsqueda de íconos que pudieran reforzar una identidad nacional alejada de las costumbres del Imperio transformaría la imagen de la Capoeira. Aquella interpretación que la vinculaba a la marginalidad y a la lucha callejera fue “limpiada” a través del proceso de institucionalización. En este contexto, Mestre Bimba, reconocido maestro y luchador, incorporaría nuevos movimientos provenientes de otras disciplinas, como las artes marciales orientales, en una búsqueda por metodizar, perfeccionar y retomar el aspecto de lucha de la Capoeira que en muchos lugares se había transformado en una expresión folklórica para atraer turistas y divisas. En 1932, Bimba abrió la primera escuela reconocida oficialmente por el gobierno y la Capoeira salió de las clases populares para ser insertada también en las clases medias y altas con el nombre de Lucha Regional Bahiana, posteriormente llamada Capoeira Regional.
En ese momento se conformaron en Brasil dos modalidades de un mismo juego: Regional y Angola, teniendo como principales referentes a Mestre Bimba y Mestre Pastinha, respectivamente. Finalmente, en 1972 la Capoeira es declarada “deporte nacional”, alcanzando el punto máximo de la institucionalización.
Muchos reivindican este proceso porque significó, en lo concreto, una mayor difusión y aceptación de la Capoeira corriéndola de los márgenes y acabando con su persecución. Sin embargo, muchos otros ven este proceso como un “emblanquecimiento” de una práctica ancestral que distancia al estilo de sus raíces afro para ofrecerlo “depurado” al mundo.
Hacerse cuerpo
“Lo primero que me impactó fue la música. No entendía nada de lo que se estaba cantando, pero me resultó hechicera. Vos escuchabas y te iba llevando, envolviendo. Era como un bebé, que entiende la prosodia y la intención pero no sabe lo que se está diciendo e igual lo disfruta”, recuerda Mariana Gazzo, que lleva más de veinte años haciendo Capoeira y, desde hace diez, integra la escuela Terreiro Mandinga de Angola.
Aunque se ingresa a la Capoeira por diferentes puertas de entrada, pareciera haber una lista de sensaciones comunes y de procesos compartidos por todos aquellos que recién se inician. El deslumbramiento y la sorpresa al mismo tiempo que la incomprensión y la vergüenza aparecen al internalizarse en una práctica que, por su misma esencia, se enfrenta a muchos de los patrones sociales imperantes: la individualidad, la competencia, la falta de diálogo, la desconfianza, las diferencias sociales, los estereotipos de género y los tabúes que pesan sobre los cuerpos.
Luciano Cavallo, alumno de Terreiro Mandinga de Angola desde 2006, recuerda haber pasado por algo similar: “Al principio tuve muchísima resistencia con las formas: la Capoeira es muy chocante y la de Angola más todavía. Desde el principio te rompe las estructuras y eso te da mucha vergüenza. Por ejemplo, cantar frente a otros fue un proceso muy trabajoso para mí. Luego lo vas internalizando: la Capoeira de Angola es un viaje hacia dentro del jogo y de uno mismo y eso me sigue cautivando. Si uno practica para afuera, para los otros, en algún momento se termina, pero esto es una cosa que va hacia adentro de uno y por eso no se acaba. En lo que he experimentado, es como una terapia en sí misma”.
Cuando dos capoeiristas entran a jogar a una roda, comienzan a dialogar con el cuerpo. No hay espacio para la palabra hablada, todo se hace carne, y ahí radica una de las mayores dificultades para aquellos que comienzan: “Hay que aprender a anular el habla: en la escuela y en todos los lugares educativos te obligan a manifestarte por el habla y el cuerpo se viene matando. Nosotros trabajamos en la reapropiación del cuerpo, para que vuelva a ser parte de tu vida. En la sociedad actual, el cuerpo no es más que un transporte al trabajo o a la casa. Se perdió la expresión y el conocerse”, explica Javier, contramestre de la Projete Liberdade Capoeira.
Según Juan Pablo Cruciani, profesor de la escuela Terreiro Mandinga de Angola, existe una diferencia importante entre el pueblo brasileño y el argentino en cuanto a la concepción del cuerpo. “Allá es muy natural usar el cuerpo para expresarse. Las generaciones nuevas están acostumbradas a ver a sus padres y ellos a sus abuelos. Es un lenguaje que acá fue muy tapado, ocultado y muy señalado. Por un lado, creo que fue porque bailar era tildado como algo de gay. Por otro lado, por esta cuestión cultural de que los intelectuales sólo piensan, esto de lo mío es mi cerebro y entonces el cuerpo es desprestigiado o tomado para la burla. El baile es una forma de contar y se cuenta más cantando y bailando que hablando”.
“Lo que más me costó fue la mirada del otro”, recuerda María Clara Faggi, capoeirista desde hace varios años. Pero al mismo tiempo, dice, eso fue lo que la “habilitó”. “Es lo hermoso de la Capoeira, aquello que te limita es lo que te habilita. La mirada puede ponerte incómoda pero también significa ser sentido, escuchado, visto, tocado y protegido. Es decir: tu presencia hace a este mundo”.
El ritual: la roda
Es domingo a la mañana y cada alumno va llegando con su pantalón negro y su remera blanca a la explanada del Parque España. Entre un mate y otro, los integrantes de la escuela Terreiro Mandinga de Angola tensan los berimbaus y alistan los instrumentos que integrarán la batería: pandeiros, atabaque, berimbaus –agudo, medio y grave–, agogó y reco-reco.
Se sientan en círculo, porque la ronda representa un mundo pequeño. La escuela se prepara para celebrar su roda semanal: como la milonga para el tanguero y la peña para el folklorista, la roda es el espacio ritual donde la Capoeira se pone en juego, el momento donde el entrenamiento cobra todo su sentido.
“La roda es el anfiteatro tribal”, dice Javier Mac Donald, y explica: “Toda reunión indígena es en círculo y lo principal sucede en el centro. Nosotros estamos acostumbrados a un teatro donde tenés el escenario y las filas de frente y vos estás ajeno, afuera. Acá vos contenés el espacio, sos el límite”.
“La roda es un espacio que quiebra con lo cotidiano, donde uno trabaja y vive automáticamente. Tiene una gran fuerza de libertad que corta con lo repetitivo y te hace presente”, explica María Clara Faggi, que dice no perderse ningún encuentro. “Si no tuviste la roda del domingo te falta algo, no sabés qué, pero algo te falta”.
Pocos olvidan el momento en que entraron a una roda por primera vez: una mezcla extraña de desconcierto, timidez, adrenalina y alegría. “Me morí de vergüenza”, recuerda el profesor Juan Pablo Cruciani, más conocido como Cipó, que luego de vivir algunos años en Buenos Aires y en Brasil, volvió a Rosario para enseñar Capoeira Angola. “Yo había entrado a la Capoeira por las artes marciales. Cuando llegué a la roda la gente estaba arengando, aplaudiendo y todo eso era para mí. Todo te invade: la música, la mirada, la arenga y encima sabés que tenés que hacer algo con tu compañero. Era una experiencia difícil y linda, pero siempre me iba muy contento”.
Familia ampliada
Federico Santa Cruz era apenas un niño cuando vio a su papá jogar en una roda. La Capoeira estaba dando sus primeros pasos en la ciudad y su padre era parte de aquel grupo original que, junto a Javier Mac Donald, abandonó el Kung Fu para pasar a la práctica afrobrasileña. Federico guarda una foto en la que aparece, con unos cinco años, parado junto a su hermana en una roda de la escuela Projete Liberdade Capoeira. Para él, esto siempre fue algo “natural”.