En America latina existe una puja que ha entrado en curso de definición. Es entre las democracias constitucionales según el modelo occidental demo-liberal construido a lo largo del siglo XX y su antagonista, el modelo autoritario-hegemónico del populismo. Este último ha pasado largamente su cénit, claramente, y enfrenta el ocaso. La última elección presidencial en Argentina es parte de este cambio de época. Las inminentes elecciones parlamentarias en Venezuela, que debería perder por amplísimo margen el chavismo de no mediar fraude y manipulaciones más que anunciadas, también.
Estas novedades deben verse como efecto combinado de dos factores que se presentan casi contemporáneamente: uno, económico, el agotamiento del modelo populista, y en menor medida también de su variante distribucionista-socialdemócrata, encarnada por el PT brasileño. Se trata de un deterioro acelerado por la marcada caída del precio de los commodities desde 2013, pero que se origina en el modelo económico mismo del populismo; el otro factor, socio-político, es el definitivo hartazgo de las capas medias latinoamericanas con la confrontación permanente que usan los gobiernos populistas para eternizarse y hegemonizar el poder. Es evidente que sin el factor de crisis económica difícilmente surgiría el socio-político, de valores, normalmente limitado a no más de un 20 o 30% de “ciudadanía activa”.
Es un dato significativo que, entre las naciones del grupo bolivariano, sean los dos países más desarrollados, Argentina y Venezuela, los que entraron en crisis profunda. Ni Bolivia ni Ecuador, por ejemplo, sufren la devastadora crisis económica que está perdiendo al chavismo, ni la más moderada que horadó la base electoral del kirchnerismo. No hay en las dos naciones andinas ni escasez crónica de bienes básicos, ni inflación de 800% (alucinante cifra estimada en Venezuela para 2016).
En Argentina, un vistazo al mapa electoral del domingo 22 lo dice casi todo: las regiones más desarrolladas, las que más aportan al PBI en bienes y servicios y con el perfil social más avanzado, son las que votaron “por el cambio”. Los distritos más sujetos al favor clientelar votaron en cambio por la “continuidad del proyecto”. La estabilidad del modelo populista en Bolivia y Ecuador puede atribuirse a la astucia de sus líderes: ni Evo Morales ni el economista formado en EEUU Rafael Correa han forzado brutalmente la economía como ha hecho el chavismo. Al punto que Correa mantiene vigente la dolarización, etapa superior de la convertibilidad.
Pero también hay un factor más de fondo, estructural: ambas naciones andinas tienen economías muy primarias, meramente extractivas. Esto simplifica las cosas al que está al frente del gobierno, porque no tiene enfrente una clase media urbana numerosa y articulada, como le pasó al kirchnerismo en sus 12 agitados años de poder. En Bolivia hubo algo de eso al inicio, con Santa Cruz como núcleo de la resistencia al avance hegemónico de Evo. Pero no fue suficiente frente a la mayoría abrumadora del campesinado indígena andino y de las ciudades con grandes cinturores de pobreza (El Alto).
En Venezuela, Chávez se dio cuenta de la importancia de derrotar a este adversario y se propuso destruir a la “burguesía”; en gran medida lo logró: esa clase media del Este de Caracas y de las ciudades del interior es hoy una sombra de lo que fue, mucho más minoritaria que hace 17 años. Se empobreció, y sus hijos dejaron el país por razones tanto económicas como políticas. Miami, Bogotá y Buenos Aires abundan en estos jóvenes venezolanos en busca de nuevo destino. Pero Chávez, al destruir a la clase media instruida y al empresariado mediano, grande y pequeño (han cerrado más de 6.000 empresas desde 1999) se llevó puesta a la economía y dañó de muerte a su propio proyecto. Un giro desesperado para salvar al régimen parece consistir en subsanar la pérdida de consensos con más represión, ir un paso más allá del populismo, hacia un modelo con rasgos castristas. La influencia de los hermanos Castro y otros altos dirigentes cubanos sobre Chávez es conocida. Es vox populi que Fidel le comentó varias veces a su ahijado político que no entendía cómo no terminaba con las elecciones pluripartidistas, como había hecho él en Cuba. A Maduro y Diosdado Cabello ganas no le faltan, pero no parece un proyecto viable. Su intento de implementación podría derivar en un paroxismo terminal y violento de la experiencia chavista. También dependerá de la presión que pongan, si finalmente lo hacen, los países de la región para que ese proyecto no se imponga en Venezuela. Tal vez por esto el pronunciamiento de Macri sobre Venezuela molestó tanto al chavismo. Lo cierto es que la parodia de mirar para otro lado y afirmar que Venezuela es una democracia normalísima ya no se sostiene más. También es un signo claro de cambio de época el viraje drástico dado a la OEA por su nuevo secretario, el uruguayo Luis Almagro. “Ese basura”, según el vocabulario vulgar y violento de Maduro. Almagro fue canciller del uruguayo José Mujica y desde ese lugar cubrió las espaldas al chavismo incontables veces. Ahora vio la luz sobre la gravísima situación que vive Venezuela.
La cuestión de fondo es si se desea vivir en democracias comparables en lo institucional, en su grado de pluralismo y en la real división de poderes con las democracias del Primer Mundo, o si, por razones que en último análisis remiten al resentimiento como motor del poder político, se prefiere un modelo como el bolivariano o el que tuvo la Argentina en estos 12 años.