A propósito del default en Grecia hace unas noches en Volver daban un documental de Lanata sobre la deuda argentina. En un momento apareció Anne Krueger, la ex directora del FMI, puesta deliberadamente en el más teatral papel de villana. No puesta por Lanata, hay que decir, sino por ella misma. Nunca se sabe si las personas que se hacen conocer masivamente por ostentar roles odiables juegan esos papeles con naturalidad o eligen con esmero rasgos o palabras que las vuelvan más aborrecibles para disfrutar un tanto más con eso.
En los días de su reinado en la primera mitad de 2000 Krueger llegaba a Argentina a buscar sus ofrendas de sacerdotisa horrenda y se paraba en lo alto del acantilado desde donde nos arrojaría a nosotros por haber hecho todo mal y ser irresponsables. Era un ser temible de carne y hueso, el diapasón del capitalismo desalmado y egoísta pero, con todo y a su pesar, su malicia era algo caricaturesca. Tono gritón, ropa funcional, rostro de perro, cuerpo sin forma, combinaciones que de alguna manera la hacían parecer un personaje dibujado más que un agente del concreto atributo destructor del poder financiero.
Hasta que en el documental de Lanata mencionó algo que la volvió odiable a un punto insoportable. Suele pasar cuando alguien se sirve de una cita de autoridad para justificar el punto de vista propio pero invocando a una fuente antagónica. Algo así como si Macri mencionara a Engels para explicar cómo resolverá el problema de la vivienda.
Krueger rezongaba por la exageración de los países periféricos que se endeudaban a más no poder y luego culpaban al FMI de ser el problema de sus males. Consideró que eso era una demasía ridícula y para ilustrarlo trajo una insuperable y archiconocida cita de Mark Twain sobre la exageración, justamente, sin citarla.
Una vez, ante la falsa información sobre su fallecimiento súbito aparecida en un periódico de gran tirada, Twain había enviado un cable telegráfico a su desesperado editor: “No preocuparse. Stop. Le aseguro que las noticias sobre mi muerte son considerablemente exageradas. Stop”.
Divididos por esa línea pendular, extremos tan diversos como la vida y la muerte o la alegría y la desdicha en algún lugar deben tocarse, rozar ese pespunte que, sin pertenecer a ningún lado, delimita cosas opuestas que pueden no obstante estar tan cerca. La tan inamistosa Krueger mencionó a Twain, lo que me llevó automáticamente, después de detestarla, a pensar en Huckleberry Finn, que es uno de los terrenos de la cultura donde mejor se expresa la magia de la amistad.
¿Quién no tuvo a alguien que alguna vez nos haya dado un libro con un comentario que dejó acaso más dentro nuestro que el libro mismo? Mi caso tiene que ver con mi viejo. Cuando tenía diez años me dio dos volúmenes ya antiguos para entonces. Eran Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Dos ejemplares de una edición de Editorial Atlántida del año 1944 que eran los que él mismo había leído de chico. Los dos libros son inspeparable parte de mi ser pero tanto como eso perdura la frase de mi viejo cuando me los pasó. “Los personajes de estos libros van a ser tus amigos. Y vos al leerlos vas a entender qué es un amigo. Que te diviertas”.
A mediados del siglo diecinueve Huck es un despojo como los residuos que el FMI dejará dos centurias después. Un chico vagabundo con un padre borracho que se arroja hacia una vida de libertad con un empecinamiento infundado. Tiene un amigo negro, Jim, que busca escapar de la esclavitud, pero para colmo de desgracias ambos lo hacen fugándose hacia el sur, donde se despliega el territorio más hostil con la idea de la emancipación. En cierto momento a Huck lo adopta la viuda Douglas y anuncia el alto propósito de civilizarlo. Pero él no puede soportar la vida lejos de las orillas del Mississipi, de las pipas de rapé, de los muchachos durmiendo al aire en las colinas de Missouri. Y sueña entonces con su amigo Tom que lo busca lanzando maullidos a la medianoche para que se escabulla con él de los tormentos de la casa de la viuda, o con asaltar imaginarias tropillas de árabes en sus dromedarios cargados de piedras preciosas cerca de la isla de Jackson.
En un libro con muchos personajes el grado de humanidad más elevado respira en el vínculo que construyen Huck y Jim. Dos seres que, como lo cuenta magistralmente Roberto Bolaño en un ensayo breve, se dedican a haraganear arriba de la balsa, durmiendo o pescando, contándose historias, una lección de compañía de dos seres totalmente marginales que se tienen sólo el uno al otro. Que se tratan sin blanduras del mismo modo que, dice Bolaño, suelen cuidarse entre sí algunos que están fuera de la ley.
Pobre Anne Krueger, más sola en el Día del Amigo que los recaudadores de impuestos del Antiguo Testamento. Y encima citando a Twain, un tipo atormentado que derramaba su humor destructivo como ampollas de ácido, en especial sobre seres indiferentes a la suerte de los demás, como ella por ejemplo. Que una directora del FMI se hubiese servido de un pensamiento suyo para sustentar su codiciosa mitología le habría parecido a Twain, muy probablemente, algo considerablemente exagerado.
En la huida espontánea de dos náufragos de tierra firme, Huck y Jim, muchos atrapamos para siempre la idea de la amistad y el deseo de poseerla. En el destino forjado a medias por esos dos hijos de la miseria, uno de un padre violento y el otro de los campos de algodón, algo misterioso y secreto sale de su escondite. El lazo que construyen Huck y Jim es lo que todo lector de esa novela de Twain añorará para sí en la vida.
Las precarias ilusiones de esos desaforados divinos se entreveran con las nuestras. Y nos despiertan el deseo de hacer lo que ellos hacen: extraviarnos en un viaje que nos aleje de todo lo que hay de oscuro, de opresivo y de incógnito en nuestras almas. Como el que emprenden excitados hasta el delirio por la idea de libertad esos dos amigos. Comiendo tocino y mirando las estrellas, con los corazones bailoteando de emoción e incertidumbre, lanzados con alguien que nos acompañe sin necesidad de juzgarnos, a bordo de una balsa desprendida de la noche.