A medida que la tarde se despedía la rutina comercial de peatonal San Martín se iba apagando. Pero hubo un momento, casi imperceptible, en que la jornada finalmente concluyó. Andábamos con el Tanque sin mucho para hacer y sentimos como si un hachazo hubiera decapitado la poca actividad que quedaba.
El rumbo de las caminatas en aquel instante era el que tenía como destino la parada del colectivo que te devolvía a tu hogar. Los bares que permanecían abiertos, iluminados por lánguidas luces blancas y amparados en el constante murmullo de la televisión, más que de otra época parecían flotar fuera del tiempo.
Nos metimos en uno de ellos, pedimos café y charlamos casi media hora. Cuando salimos ya se habían ido todos los vendedores ambulantes que trabajan de día y en su lugar estaban ahora los vendedores nocturnos, tipos que trabajan cuando casi no hay control municipal, callejeros menos afortunados que sus colegas diurnos que solo buscan ganar un par de monedas, en ese tramo errante de la noche que empieza tipo ocho y finaliza uno poco después de la diez.
Las camas de las casas de colchonerías ya en penumbras, por su parte, inauguraban una promesa de paz y tranquilidad que ni el más plácido durmiente imaginó nunca: nada hay más turbulento que el sueño.
Seguimos nuestro camino que no era otro que andar por ahí. Anduvimos en silencio hasta que nos topamos con el cine Monumental, donde aún quedaban por proyectarse un par de películas.
—Acá venía mi viejo cuando todavía existían las funciones de trasnoche— me dijo el Tanque y me sorprendió. Lo conocía hacía más de diez años y jamás me había mencionado a su padre. Solo sabía que había muerto joven tras luchar largos meses contra alguna enfermedad y que su partida había sido, lógicamente, un golpe duro para él y su familia.
Le quise preguntar algo al respecto pero rápidamente cambió de tema, y me propuso ir a comer a un bodegón de comida casera que estaba a un par de cuadras. Dije que sí. Y de lo único que conversamos mientras comimos fue de lo buena que estaban las pastas.
Terminamos la cena, salimos a la calle y tras un par de cuadras en zig zag llegamos nuevamente a San Martín. En torno nuestro iban apareciendo, casi como fantasmas ciudadanos, los que hacen de las galerías de los comercios sus refugios nocturnos. Varios de ellos en grupo, risueños y animados, conversaban sobre la vida y sus posibles destinos. Los solitarios, en cambio, intentaban fabricarse algo así como una habitación, cubriendo sus rostros con las mantas y frazadas que siempre llevan encima.
—Acá venía mi viejo cuando todavía existían las funciones de trasnoche— me repitió el Tanque y me sacó de mis pensamientos. Otra vez estábamos frente al Cine Monumental
—Se veía un par de películas y se sentaba en el bar a tomar café. El bar del cine es un bar particular —concluyó.
Recordé que siempre pasaba de noche por ahí me llamaba la atención lo mismo: aquel bar alojaba personajes raros, gente sola, viejitos que cenaban comida chatarra en medio de las familias y las parejas que salían de ver alguna película.
EM_DASH¿Tu viejo venía de joven?
—Empezó a venir cuando se enteró que estaba enfermo, y se instaló en el cine cuando la enfermedad ya estaba avanzada.
Además de los vagabundos y los policías que hacían ronda en la esquina, en la peatonal podían verse, de a montones, a las palomas que viven en los frentes de los comercios, en los balcones de las pensiones y en los huecos que se forman entre construcción y construcción. De día también están, aunque claro, de día se anda apurado y la contemplación se anula más de lo que parece.
—Mi vieja nunca se enojó con él por eso, pero no lo entendía —me dijo el Tanque, un tipo sensible, sacrificado y también bastante tímido, que tras años de conversaciones sin sentido compartía conmigo algo del preciado y duro tesoro en que consiste siempre la historia familiar.
A la altura de San Juan, una mujer fumaba un cigarrillo en la única ventana iluminada de un edificio grande y antiguo.
—¿Tu viejo se iba al bar del cine para pensar la vida?
—No. Venía acá justamente para dejar de pensar la vida. Venía para estar tranquilo un rato.
Seguimos hasta Mendoza y doblamos para el lado de Sarmiento. Ahí el Tanque agregó:
—Mi vieja no lo entendía, pero yo sí. Tenía doce años pero lo entendía. Y si estuviera en su situación haría lo mismo.
Nos despedimos y cada uno siguió su rumbo por la ciudad. Todo estaba como había estado siempre. Todo seguía igual. Llegué a mi casa y me tire a dormir. Días después, como si hubiera sido iluminado por una revelación tardía, me di cuenta que cada vez que andábamos por el centro el Tanque proponía caminar y perderse, una y otra vez, en el mundo que habita la noche de peatonal San Martín.
Santiago Beretta