Nick Cave viene explotando ese lado de crooner-pensador oscuro desde, sobre todo, que empezó a documentar parte de su cotidianeidad en un filme estrenado a la salida misma al mercado de uno de sus álbumes. En efecto, en el documental "20.000 días en la Tierra" (el disco fue "Push the Sky Away"), Cave se interna en sus micromundos de aristócrata del rock —su caserón de campo frente al mar en Brighton, su estudio de grabación y un consultorio psicoanalítico— y al mismo tiempo se asoma por algunos instantes a la cruda realidad de la calle. Culto y salvaje al mismo tiempo, como una especie de Egberto Gismonti del rock anglo, Cave tira flores y mierda tanto al cielo como al infierno. Lo que quiero decir es que el artista australiano eligió siempre el camino de no esconder sus ángeles y demonios del mundo de las canciones, primero, y de su exposición frente a la cámara, después. Aquellas sesiones con su terapeuta en la pantalla y sus disquisiciones filosóficas pueden parecerse a una exquisita farsa, casi un exótico reality. Televisar sus tristezas y los meandros de su pensamiento más recóndito. Ahora, cuando ya no quedan ni retórica ni farsa exquisita tras la muerte absurda de un hijo de 15 años cayéndose de un acantilado, Cave, otra vez bajo esa fórmula de narcisismo extremo, caos controlado y de CD+documental, vuelve a optar por no separar del arte y la exposición su tremendo dolor, su terror a no tener control de nada y su efigie de hombre en ruinas. Quiero decir, es como televisar el más terrible de los dolores, el vacío más negro, y luego desangrarse en público. Y sí, son elecciones.