Los argentinos, y cada uno dentro de sus responsabilidades, debemos comprometernos en una tarea ardua, difícil, pero no imposible: la reconstrucción. No es necesario una guerra convencional y perderla, lo hemos hecho de otra forma, pero con consecuencias durísimas. Nos convertimos en una fábrica de pobres. Las estadísticas son elocuentes. Se ve en la desnutrición infantil, en la falta de trabajo, de conocimientos, en analfabetismo, en el crecimiento del desamparo en todas sus formas. En un conurbano acosado por el delito y la pobreza y lo comprobamos también en el resto del país, un interior pastoril, donde en muchos casos se entronizaron señores feudales, que se enriquecen todo el tiempo, mientras se comen el presente y el futuro de desdichadas familias. Feudos, que sus señores cambian, y tienen todas las camisetas, y el voto de sus legisladores, siempre dispuestos a ponerles el precio de la impunidad, para ser funcionales a quienes gobiernan, mientras no perturben su inconcebible realidad. Lo vemos en las grandes ciudades, en la mendicidad, el desamparo. En cada sector el trabajo se derrumba, los empleos desaparecen, los pequeños talleres y comercios cierran. Una educación, que funciona, pero que no sirve, donde en sectores marginales, en el mejor de los casos, los niños van a clase. Algunos terminan y otros desertan a los 15 o 16 años. Aún completando el ciclo balbucean renglones, demoran y no entienden lo que leen, y la salida laboral es una utopía. Muy menores, chicos y chicas, transcurren la madrugada en fiestas con consecuencias muchas veces funestas. El consumo de drogas o pastillas es enorme. Hay encuestas que la sitúan en segundo lugar tras EEUU. La maternidad precoz cuadriplica a países que la lideran. La familia está ausente, no controla, no sabe y no puede. Las fuerzas de seguridad están implicadas y se dedican, en muchos casos, a asegurar la impunidad de narcotraficantes. El delito crece, con leyes que lo multiplican, con fallos y jueces que actúan incomprensiblemente, en una sociedad robada o asesinada todos los días por los mismos delincuentes que siempre están en la calle con perdones que nadie entiende. Las noticias alarman, pero su continuidad acostumbra. Malos policías, de a cientos, delinquen, aunque además lo hacen otras fuerzas. Funcionarios, ministros, presidentes y vices acusados o procesados por corrupción. Y la Justicia demora y no acusa, investiga pero no sentencia. Hay organismos de control de todo tipo, pero no controlan o son funcionales. La clase política, salvo excepciones, vive como en Hollywood. Su vida es como en las películas glamorosas con mansiones, autos de alta gama y noviazgo con vedetes, modelos o actrices jóvenes y bellas, con las que viajan por el mundo. Y las botineras de la política que hacen cola, porque no se quieren perder la fiesta. La sociedad suma un 32 por ciento de pobreza, desamparo o marginalidad, medida con poca holgura ya que si se lo hace otros márgenes superaría un 50 por ciento. ¿Qué hacemos, seguimos festejando e ignorando lo que no queremos ver, y pidiendo más policías y patrulleros? El país debe entender que no se puede tapar el sol con la mano. Todos tenemos que asumir ya la responsabilidad. Deben generarse fondos que aporten los sectores de más prosperidad. Y hacerse un llamado a un gobierno de coalición, presidido por Mauricio Macri, pero convocando a los mejores para ocupar cargos y áreas técnicas para la reconstrucción, tomado las medidas que sean necesarias, con un programa como mínimo a 10 años, y que se sostenga aún cuando se cambie de signo político en las elecciones. Todos deben participar, la Justicia, la Industria, el campo, el comercio, la universidad, los cultos religiosos y las entidades de bien público. Hay que hallar el rumbo de gran país que perdimos en el camino del populismo, la demagogia y la corrupción. Que nadie crea que podemos caminar por la vereda de enfrente y pasar silbando ante una calamidad gigante que nos desborda y condena.