–Borges, éste es Mario Borgonovo –murmuró Stevanovitch, tocándole
suavemente el brazo.
–¿Borgonovo?, Neustadt, Villeneuve, Barrionuevo, Newburg –respondió
el maestro devolviendo el murmullo.
A su turno presentó a Rafael Ielpi, secretario de Cultura de la ciudad en aquel
tiempo. Ya en el automóvil, el "hijo de Esteban" –como solía llamarlo Borges a
Stevanovitch– lo invitó a recordar cosas de Rosario. Nombró a Hilarión Hernández Larguía y
mencionó con un entusiasmo que fortalecía su tartamudez, un libro sobre "putas y quilombos" que
dijo conservar en su biblioteca y cuyo título en realidad era: "Prostitución y Rufianismo".
Adelanté la cabeza para encontrarme con la mirada de Ielpi al otro lado del asiento trasero pero él
miraba por la ventanilla como distraído. Rafael era coautor de este libro.
Fue Rafael quien comenzó a describirle el paisaje que media entre el aeropuerto
y la entrada a la ciudad. Confieso que nunca se me hubiera ocurrido, aunque se tratara de un ciego,
mencionar algo tan poco mencionable. Pero lejos de reprobarlo intenté en vano recuperarle alguna
importancia a las dispersas coníferas o a las ahorrables construcciones de fin de semana que
custodian la ruta. Nuestro ánimo era benévolo y exultante.
En el canal de televisión estaba todo previsto. Hubo un solo inconveniente:
durante la emisión del programa especial en vivo y en directo, alguien trató al hijo de Esteban de
periodista en vez de hombre de la cultura como él se sentía, y como en realidad lo era. Eso lo
enajenó al punto de retirarse de cámaras y comenzar a dar vueltas alrededor de la planta
transmisora, murmurando cosas en lenguas que me sonaban como ininteligibles, pero que tal vez
fueran húngaro, croata, finlandés o turco. El hablaba todos esos y varios idiomas más.
El almuerzo en el canal fue tranquilo, con la única novedad de que Stevanovitch
se calmó y apareció sentado cerca de mí. Borges apenas bebió unos sorbos de champagne en el
brindis.
La siesta en el Hotel Italia (habitación 206) fue para el maestro la repetición
de otras tantas en el mismo sitio. Para nosotros era la espera de lo anhelado. Prefirió té, antes
de la conferencia. Al tratar de dárselo sus manos temblorosas me jugaron una mala pasada y la
infusión fue a parar a la solapa izquierda de su sobretodo azul. Pareció no advertirlo siquiera y
admiré aún más a ese hombre entregado a personas que no conocía.
El Centro Cultural estaba repleto, pusimos altavoces en las escalinatas y
también en la plaza que lo cobija.
Llegado el momento caminé con él tomado de mi brazo hacia la sala central;
mientras subíamos las escaleras murmuraba algo intraducible para mí. Se dio cuenta, vaya a saber
cómo y me explicó susurrando que estaba practicando japonés y que alentaba esperanzas de recuperar
la vista con un tratamiento en Tokio. Mi universo visual en esos momentos, se limitaba a los
escalones y a sus acordonados botines, negros y británicos.
Cuando terminó la charla, comenzó a firmar libros, papeles y todo aquello que le
acercaban. Garabateaba sumiso y dicharachero mientras yo descubría entre sus fans a una muchacha de
anteojos con una pequeña calcomanía de un corazón custodiando cada lente.
Lo sacamos del Centro Cultural por una puerta de servicio. Ya en el coche, me
quedé observándolo una vez más, alejado de toda protección cotidiana, bien dispuesto. Me pareció
advertir en él una inmensa piedad, la misma piedad con que había respondido a cientos de personas
que, en muchos casos, nunca habían leído una línea de sus libros. Supo que íbamos a cenar juntos,
no le importaba adónde.
En el Restaurante Mercurio nos habían reservado la mesa redonda más grande de
todas. Quedábamos ridículos las 6 personas que éramos en semejante pista gastronómica. El maestro
pidió tallarines, que llegaron enseguida, y mi mujer se los dio en la boca con ternura y prolijidad
femenina. Después dialogó entusiasmado con los demás comensales y alcancé a escuchar algunas
respuestas irónicas y algunos comentarios sobre colegas, dignos de una antología.
Lo llevamos de vuelta al hotel. En la habitación 206, Stevanovitch y yo
desvestimos a Borges y le pusimos su piyama de impecable confección inglesa.
Descubrí en sus acordonados, una vez fuera de sus pies, un membrete: London.
El mientras tanto, monologaba en idiomas diferentes y cuando el "hijo de
Esteban", desde algún lugar no visible de la suite, dijo no dominar el alemán, lo increpó con
burlona incredulidad: "usted siempre tan modesto, Stevanovitch". Tuve, en el transcurso de ese
operativo, la sensación de estar viviendo un extraño protagonismo que alguna vez contaría a mis
hijas o escribiría con alguna audacia. Con el tiempo terminé haciendo ambas cosas.
El desayuno en el Italia resultó ameno. Me enteré, por sus comentarios, que
nuestros apellidos estaban de alguna manera emparentados en sus orígenes.
"Borges viene de burgo" dijo, y eso me enorgulleció al instante. Después nos
preguntó qué habíamos hecho la noche anterior, luego de dejarlo durmiendo.
Cuando le contamos que habíamos bebido Irish coffee sentenció: ¡qué feo debe ser
eso...! En el viaje al aeropuerto Stevanovitch rezongó sobre los reportajes no previstos, el asedio
al maestro y otras quejas, pero sabíamos, Ielpi y yo, que se le iría pasando a medida que nos
acercáramos a Fisherton y se despediría como siempre, con una frase que recordamos con cariño:
"Muchachos, gracias por la confianza".
Le habíamos contado al maestro acerca de esta frase famosa que se repetía cada
vez que organizábamos algo en Rosario y cuando lo estábamos dejando en su asiento de avión para el
regreso, dijo al boleo: "Vieron que esta vez no dijo gracias por la confianza". Stevanovitch reía
en el asiento de al lado. Me ocupé de que llegara a la institución de no videntes la donación que
él mismo había dispuesto realizar con aquellos escasos honorarios y me guardé para mí aquel tesoro
que significaron esas 24 horas mágicas.
Volví a ver a Borges al poco tiempo en su pisito porteño de calle Maipú al 900,
nadie me preguntó quién era cuando ataqué el portero eléctrico, simplemente me abrieron. Por el
living revoloteaban Funny, su empleada, la televisión suiza, un fotógrafo que se le instalaba todas
las mañanas sin saber nadie muy bien quién era y una mujer gorda y bajita que –dos veces al
mes– le llevaba dulce de leche casero. La presencia de aquel acostumbrado regalo parecía
excitarlo.
(La última vez que Jorge Luis Borges salió al interior del país fue en el invierno de 1984,
cuando cerró el ciclo "Diálogos con…" que organizara la Secretaría de Cultura Municipal.
Coordiné este ciclo junto a Emilio A. Stevanovitch, un hombre de la cultura emocionalmente ligado a
Rosario).