El primer debate presidencial de la historia argentina está gravemente herido. Algunos se atreven decir que el golpe sobre él es ya mortal. Daniel Scioli mandó esta semana a sus fieles a exponer una inverosímil excusa para bajarse. Si no hay ley que fije las reglas del juego, no concurrimos. Doble falacia. La ley no sale del Congreso nacional porque el Frente para la Victoria que posee mayorías no quiere. Desde junio pasado, un proyecto consensuado por la inteligente labor de la diputada de ECO Carla Carrizo tiene despacho de una comisión y habilitación de la ultra K Diana Conti para seguir su curso parlamentario. Ningún diputado peronista (se supone que el sciolismo milita allí) movió un dedo para que avance. Ley podría haber habido, entonces. ¿No hay tampoco reglas? Las reglas están fijadas, propuestas y aprobadas por todos y por los propios representantes del gobernador de Buenos Aires.
“Argentina debate” es una ONG dirigida por politólogos y especialistas en asuntos públicos como Hernán Charosky y presidida por políticos multipartidarios de larga y respetada trayectoria: José “Pilo” Bordón, Graciela Fernández Meijide y León Arslanián, entre otros. Desde hace casi un año convocaron a medios de comunicación de todo el país, universidades y expertos para empezar a diseñar la idea del debate presidencial. Desde hace unos sesenta días los jefes de campaña de los 6 candidatos que disputarán los comicios del 25 de octubre empezaron a participar de los encuentros. El sciolismo, claro, incluido. Allí comenzó un tironeo para la fijación de reglas que garantizaran a los postulantes la ecuanimidad en el uso de la palabra y que la “corrección y respeto” (sic) entre ellos estuviera asegurada. Se ve que la clase dirigente se conoce mucho y necesita de normas duras para evitar la frecuente incorrección e irrespeto con el que suelen tratarse.
A esta altura de los acontecimientos, y sin violar ningún tipo de reserva en lo que fueron esas reuniones (un debate público de administradores públicos y el secreto son una contradicción en el objeto) hay que contar las primeras reacciones. La candidata de Progresistas Margarita Stolbizer fue la única que no puso una sola restricción a la idea de debatir amplia y cabalmente. Que pregunten los que quieran, que interrumpan los que deseen, que se traten los temas que se pretendan. El resto, el Frente Renovador, Cambiemos, el FPV, El Movimiento Puntano y la izquierda del FIT llegaron con propuestas de limitaciones. Es verdad que Sergio Massa fue el más flexible de este lote y que Nicolás del Caño reclamaba mucha chance de contraponerse a todo el resto como para erigirse en el gran interpelador de la noche.
Los directivos de “Argentina debate”, cuentan, se encontraron en una disyuntiva. O negarse a aceptar restricciones y sostenerse en la idea de un debate abierto como en casi todos los países del mundo suceden (periodistas que preguntan, candidatos que se interrumpen, honrar, en suma, la etimología de la palabra debate) o reglamentar el uso de la palabra para asegurarse que los seis candidatos se presentasen. Dicho más profundamente, la opción era recordarles duramente a los representantes del pueblo que debatir no es un derecho de ellos sino una obligación o, del otro lado, ceder desde la visión de los que tenemos sí el derecho a verlos exponer sus ideas sin la red de seguridad de entrevistas pautadas en pos de que entremos en la infinita lista de los países que tienen su debate.
Los organizadores optaron por esta segunda idea. No está mal si se piensa que la inerte comodidad del papelón de tener tres décadas de democracia sin debate debería ser rota con un encuentro no ideal pero al menos realizable. Ceder algo para que el todo se concrete.
Y allí empezaron los abusos: los periodistas no podrían preguntar. Apenas plantear los temas inicialmente y corregir los excesos de tiempos. Sin ponerse colorados, los que creyeron esto aceptable bastardearon el oficio del periodismo que, se sabe desde siempre, no se basa en la pregunta sino esencialmente en la repregunta. ¿Qué sucedería si un presentador propone hablar de blanco y negro y el candidato responde azul y anaranjado? Nada. Habrá que apelar a que la audiencia se dé cuenta, dijeron desde “Argentina debate”. No hay metáfora. Los periodistas convocados aceptaron en pos de que el bien superior (sic) de un debate realizado, se concretara.
Luego vino el tiempo de pautar las interacciones de los candidatos. ¿Algún momento libre para que ellos cruzaran ideas como pasa, por ejemplo, en los parlamentos? Nada. Ni siquiera repitiendo la lógica de los congresos que formalmente supone a un diputado hablando con el presidente de la Cámara (aquí un moderador) cuando en realidad refuta a quien lo precede. Nada. Se sorteó un listado de exposiciones asépticas con algunas pocas interrupciones pétreas, con tiempos estrictos, con temas previamente determinados que se plasmó en un manual de estilo de 27 páginas firmado por todos los representantes partidarios. Firmaron hace menos de 10 días todos. Los 6 grupos partidarios. Todos. Pregunta: ¿Sigue vigente el concepto del derecho romano que asegura que los actos propios deben ser mirados como la asunción de una obligación? Si firmo las reglas, ¿no es que lo hago para cumplirlas yendo al debate?
Varias conclusiones: La primera es que el debate fue pensado casi exclusivamente como un escenario de comparecencia física conjunta en donde seis personas se mostraran en una foto. El debate planteado es bien protector de sus protagonistas. ¿Debate? En realidad, poco. Más bien alocuciones individuales. Quizá el calor, la tensión del encuentro y cierto apuro propiciado por la expectativa generada pudiera hacer saltar una eventual chispa de contradicciones no prevista en el extremadamente rígido reglamento. Todo fue hecho para que los candidatos fueran y sintieran que el concurrir era un derecho de ellos. Más concesiones hubiese sido proponer que grabasen sus intervenciones por separado y que se compaginaran en una sala de edición de TV.
“El que gana no debate”, afirman desde el oficialismo. Eso es cierto en la Argentina y en muchos candidatos no solo peronistas. Si no, miremos a la tan mentada patria grande con Michelle Bachelet en Chile o a Dilma Roussef en Brasil (¡participó en 6 debates), más una lista interminable. Que el PRO o el radicalismo no hayan debatido alguna vez es la flagrante consumación del mal de muchos. Y aquí, por ahora, los tontos somos los ciudadanos que consideramos igual al que se postula para algo y cree que no tiene obligación de debatir.
Ya no hay tanto, parece, por hacer frente al 25 de octubre. Apenas apelar a la vergüenza pública de los que no tienen argumentos para no ir (ley pudo haberla y, además, en los países en donde se debate, en su mayoría, no existe. Reglas las hay y bien restrictivas) a los efectos de que cambien de opinión. O, quizá más efectivo, poner en la memoria colectiva de los que votamos las actitudes de los protagonistas. “La suerte está echada”, dijo ayer mismo un dirigente jefe de campaña de un probable presidente. Es la misma frase que usaba un emperador, no un político republicano que debe responder públicamente siempre, dando cuenta de sus actos.