Para mi generación Spinetta siempre fue algo más que el gran músico de rock. En algún momento tomó forma de un gurú diez años mayor que nosotros. Una especie de buda jovencito y tan flaco. Para muchos tipos de esta pobre generación mía, de adolescentes de los 70, de pendejos mal leídos, TV milica y en blanco y negro, seguramente Spinetta fue el primer faro: nos enseñó, sin ni siquiera quererlo, a abrir un libro —desde el críptico "Heliogábalo" de Antonin Artaud al iniciático "Las enseñanzas de Don Juan" de Carlos Castaneda— y nos invitó a escuchar un disco de Herbie Hancock, un músico de otro palo, claro. Después vinieron cientos de libros y de discos. Y el Flaco se volvió grande (nosotros también), pero igual no transó nunca, siguió genuino, fiel a sí mismo. Y hoy su partida, vaya a saber uno adónde, no se trata de la muerte de cualquier ídolo del rock, porque siento que algo adentro nuestro, muy profundo, también se murió con él.