La China era mi mejor amiga del verano. Vivía en otro pueblo y se venía los tres meses de vacaciones a la casa de sus abuelos, que tenían una estancia grande. Éramos tan amigas que hacíamos todo juntas. Hasta nos enamoramos del mismo chico al mismo tiempo. Teníamos once, doce años. Fue el verano de la hiperinflación y todo eso. Pero a nosotras qué nos importaba. Lo único que nos importaba era Imanol. Tenía un pelo rubio, ondulado y salvaje que siempre tratábamos de acomodarle, como si más que el chico que nos gustara fuera uno de los muñecos que habíamos abandonado algunos años antes.
La última tarde del verano nos pusimos a jugar a la cacería entre todos. Éramos diez o doce. Atardecía. Siempre jugábamos a la cacería al caer la tarde, en la casa abandonada de la esquina, porque era el mejor horario. Formábamos dos filas paralelas que emparejaran a los de una fila con los que ocupaban la misma posición en la fila de al lado, para que se formaran parejas cruzadas de una fila a la otra. Mientras los de la fila derecha contaban hasta cien, los otros corrían a esconderse en las entrañas de la casa. Recién cuando el que llevaba la cuenta llegaba a cien rompíamos filas entre gritos para lanzarnos en persecución de nuestras respectivas presas, aquellos con quienes el azar de las filas nos había emparejado. El último en atrapar a su presa tenía siempre una prenda que se decidía y ejecutaba entre ronda y ronda, y recién entonces se invertían los roles y volvíamos a jugar.
La China se había parado a mi espalda para quedar emparejada con Imanol. Llevaba un tiempo haciendo lo mismo: esperaba a ver qué lugar tenía Imanol para acomodarse —a codazos o empujones, de ser necesario— de modo tal que le tocara con él. Nos desvelábamos por llamar su atención de las formas más ridículas. Forzar el emparejamiento cuando jugábamos a la cacería era solamente uno. Yo me creía enamorada de él desde una tarde en que se me cayó al suelo el helado de agua que acababa de comprar, cuando Imanol me cedió el que tenía en las manos —todavía sin abrir— y después levantó mi helado del suelo para resolverlo todo con tres soplidos. Supongo que no entendía por qué tanto escándalo por un helado que "ni siquiera se había ensuciado" y actuó de forma práctica. A mí me pareció una cosa como de caballero de la mesa redonda y caí a sus pies. La China no sé. A veces me parecía que se hacía la enamorada de él solamente porque sabía que a mí me gustaba.
Nunca me había atrevido al más mínimo paso. No iba más allá de algunas insinuaciones torpes de las que él no se daba por enterado. Tampoco sabía qué hacer ni qué esperar. No sabía, siquiera, qué quería: lo miraba a Imanol y me invadía una ternura súbita, unas ganas repentinas de estar cerca, de abrazarlo fuerte, de empaparme con su olor. A lo mejor, incluso, de darle un beso fugaz y correr de regreso a casa para encerrarme en mi pieza a morirme de vergüenza. Pero el muy tonto no se daba cuenta de nada.
La China, en cambio, se había cansado de esperar. Se le iba el verano y se tenía que volver. Así que unos días antes le había dicho que lo dejaba ser su novio. Él no se lo había pedido: se encogió de hombros y le dijo que para qué.
—Los varones son tan tontos —contestó ella.
Él dijo que bueno, que a lo mejor. Nunca quedó claro si había dicho que a lo mejor podían ser novios o si había aceptado que sí, que probablemente todos los varones fueran tontos. Pero fue entonces cuando empezaron a emparejarse para jugar a la cacería: si él estaba en la fila derecha, la China se ubicaba a su misma altura en la fila izquierda. Se pasaban las rondas buscándose el uno al otro en los recovecos oscuros de la casa, entre los muebles desvencijados que nadie se había llevado, o detrás de las puertas chirriantes que todavía se mantenían en sus goznes.
—Anoche le dije que la próxima me puede dar un beso —me dijo la China una tarde, a cuenta de nada.
Los ojos le brillaban de un modo particular, atentos a mi reacción. Traté de que no se me notara. Creo que no lo logré. Se había escondido, siguió diciendo, en el ropero antiguo que estaba en una de las habitaciones de la planta alta; un armatoste levemente torcido a causa de la rotura de una de las patas laterales, que hacía que una de las puertas nunca cerrara del todo bien. Cuando Imanol la encontró, ella en lugar de salir lo arrastró al ropero y le dio un beso en la mejilla. Duró como diez segundos, dijo. Después le había dicho eso de que la próxima vez le iba a dar un beso de verdad y que entonces sí serían novios denserio.
—Seguro que va a ser hoy— agregó.
Ese día estuvimos a punto de no jugar: se había hecho tan tarde que el sol ya había caído, y en cualquier momento los padres saldrían a la vereda para llamarnos a cenar, tal como hacían siempre. Si al final jugamos igual creo que fue por la insistencia de la China, que estaba empeñada en que jugáramos sí o sí porque era el último día. A ella le tocó esconderse: la vi correr hacia la casa, trepar escaleras arriba y perderse en el pasillo. No tuve que seguirla para saber que iba al ropero. No quería esconderse: quería ser encontrada. Cuando los cazadores entraron en tropel, la casa se llenó con el ruido de pasos apresurados y voces entrecortadas. A mí me descubrieron enseguida. Lo vi a Imanol, que iba a subir la escalera. Le pregunté a quién le tocaba buscar. A la China, me contestó. Y yo: me parece que se escondió por acá abajo.
La siguió buscando por toda la planta baja, revisando lugares absurdos donde era imposible esconderse. Era lindo. Pero no muy despierto.
Pronto se escucharon las primeras voces en la calle. Por alguna extraña razón, los padres del barrio parecían haber alcanzado un acuerdo tácito; cuando uno salía a la calle y llamaba a su hijo para cenar —casi siempre era Nora, la mamá de Raquel, que tenía la cena lista indefectiblemente a las 9 en punto— el resto se le iba sumando en un coro encadenado: Noeeeel, Seeeere, Raqueeeel, Andreeeeaaa. Y también Imanooool, Juaaaani, Naaaando, Emiliaaaaano.
Imanol llegó hasta la puerta. No la encontré, me dijo. ¿La llamamos?
—Dejá, yo la busco y le aviso. Vos andá.
Saludó con un gesto y se alejó hacia el sur en un trote desordenado. Todos los demás ya se habían ido. Por un momento pensé en subir, decirle a la China que ya habíamos terminado de jugar. Después me acordé de la forma en que me miraba cuando dijo eso del beso y caminé la media cuadra que me separaba de casa. No me senté a comer. A pesar de los llamados reiterados de mamá, que insistía en que me lavara las manos y la ayudara a poner la mesa, me quedé junto a la ventana desde la que podía ver la silueta oscura de la casa. Me imaginaba el silencio. El silencio espeso, enorme, que debía haberse abatido sobre la casa cuando salimos todos juntos. Me imaginaba a la China escondida en ese ropero, el oído alerta, la respiración contenida, anhelando los pasos que se acercaran a la puerta, la mano que se extendiera hacia ella, los labios que se arrimaran para cobrar la promesa que los suyos habían hecho.
Me quedé para verla pasar por esa calle triste, oscura y vacía del final de un verano que ya nadie recuerda, salvo nosotras dos.
Javier Núñez
escritor