El receptor pasivo, crédulo y permeable es, o debería ser, cosa del pasado. La improbable certeza de que aquello que publica el diario, dice la radio y muestra la televisión es verdad en estado puro —un viejo invento de los propios medios de comunicación, aceptado mayormente sin desconfianza— es cada vez más solo una verdad, un aspecto de la verdad o una falsa verdad a medida de quien la solicita. Las bondades innegables de las nuevas tecnologías funcionan aquí como cómplices involuntarias de ese deterioro de la información, toda vez que representa un emisor ambiguo, acomodaticio o, llanamente, desconocido.
Así las cosas, con nuevas herramientas, nuevos medios y nuevos paradigmas de comunicación que valoran la celeridad o el impacto por sobre la evidencia periodística hecha información, formar un receptor alerta, inconformista y crítico es, más que una necesidad, una obligación. Una tarea difícil, cuando esa formación, formal o informal, es esencial en toda la sociedad y no solo en los ámbitos educativos.
Hoy, la información y el conocimiento circulan con inédita libertad por los medios electrónicos. Esa extraordinaria democratización también requiere de receptores críticos, capaces de distinguir contenidos confiables de otros que impliquen publicidad o propaganda, en el mejor de los casos, y de discernir entre información y opinión, cuyas claras fronteras a menudo son intencionalmente difuminadas. Se impone entonces la necesidad de transmitir al menos las herramientas básicas del análisis del discurso, de tal modo que permita identificar a quién lo dice pero también cómo y por qué lo hace.
Lector crítico. También es esencial caracterizar a la información publicada en los medios como una construcción, muchas veces pensada y elaborada con objetivos muy certeros, entre los que no necesariamente se encuentra el deber de informar con veracidad. En esta construcción hay signos que el receptor crítico debe aprender a decodificar, así como debe aprender a identificar al emisor o los emisores de la información para lograr claridad en la intención y en la autenticidad de la misma.
El volumen de información y la velocidad a la que circula representan una dificultad extra, porque el caudal informativo a analizar es cada vez más grande y al mismo tiempo ese análisis debe hacerse más y más rápido. Sin embargo, el uso masivo de las TIC hace que dispongamos de mayor cantidad y variedad de recursos para que esa tarea resulte efectiva. Lo mismo sucede con los demás contenidos que proponen los medios, que responden a criterios similares a los utilizados para el diseño del discurso y la construcción de la información, sus dos atributos más poderosos.
Acompañar los cambios. En este contexto, la escuela cumple un rol esencial: acompañar los cambios que se registran en los procesos de comunicación de masas e incorporar, de muy diversas maneras, esos contenidos generados por los medios a la tarea docente de todos los días. La enseñanza y el aprendizaje no pueden hoy concretarse al margen de los medios, del mismo modo que la sociedad no puede manejarse sin ellos. Es entonces con los medios, y no contra o a pesar de ellos, que se materializa la experiencia educativa. En la escuela y en la casa.
Así, los niños y jóvenes no viven la disociación entre los ámbitos educativo y familiar, toda vez que en ambos hay representaciones de la realidad transmitidas por los medios, y de ese modo pueden construir una visión más abarcadora de su contexto social y ser de algún modo protagonistas críticos, capaces de transformarlo. Con sus múltiples herramientas, la tecnología logró convertir en difusos y hasta casi borrar los márgenes entre ambas esferas, del mismo modo que lo hace en otros muchos ámbitos. El uso cotidiano de estas herramientas, cuyo acceso es cada vez más sencillo tanto desde la familia como desde el Estado (las más de 4,6 millones de computadoras entregadas por el programa Conectar Igualdad son el ejemplo más contundente), facilita el proceso.
La cuestión entonces, en gran medida, no es cómo acceder a los contenidos, sino qué hacer con ellos. Pero no existe el dilema o el fantasma de la página o la pantalla en blanco, porque los alumnos llegan a la escuela con información obtenida en los medios, de manera más o menos consciente. Escucharon la radio, miraron la televisión, vieron al menos las tapas de los diarios en el kiosco de la esquina, vieron qué publicaron sus contactos o medios preferidos en las redes sociales, oyeron comentarios de los adultos? Es decir, asistieron a los diversos modos de representación de la realidad que les permite discutir en clase el tema del día con el aporte que el docente hace en cuanto a características del emisor del mensaje, análisis discursivo, presencias y omisiones.
Formación de lectores. ¿Es así de sencillo? No, definitivamente no. Como no lo es, en general, para nadie. ¿Es un problema argentino? No, es una característica _una debilidad_ de la sociedad global, que concentra los contenidos en pocas manos y a menudo lo hace con muy específicos objetivos empresariales, macroeconómicos y hasta políticos. La educación, como suele suceder, puede colaborar. En este caso, con la formación de lectores, oyentes, televidentes, espectadores e internautas críticos. Pero no solo eso: además de receptores, los niños y jóvenes, a través de redes sociales, blogs, foros y demás herramientas de comunicación, son emisores de información y de opinión y por lo tanto a ellos también les cabe la responsabilidad de todo el que genera contenidos.
En suma, espíritu crítico y responsabilidad. Y adiós a la inocencia.
Oscar Finkelstein (*)Coordinador del Programa Escuela y Medios del Ministerio de Educación de la Nación. Artículo publicado en la revista El Monitor de la Educación (www.elmonitor.educ.ar)