Se cumplen siete años de la inesperada muerte de mi hijo Pedro Tacconi a muy corta edad, y desde entonces he conocido algunas formas de la muerte. A través del tiempo nos fuimos relacionando de modos diversos y fui descubriendo sus vetas; cada una con su intensidad y sus maneras. Las intensidades dependían de los afectos enlazados porque entre los que conocí, la desesperación, la angustia, el espanto, la tristeza, la resignación, el desasosiego, hay abismos, y pasar por cada uno, entenderles su lógica y armarles un sentido simplemente para sobrevivir fue un esfuerzo abrumador. De todos ellos, el peor fue el espanto porque es hondo y cruel con su irritante serenidad. Con él tengo algo personal. Es la peor versión de la muerte, su máscara más siniestra. Con el tiempo me fui encontrando a solas con la muerte, pensé que sólo así se la abordaba, y en esa soledad mía, la odié, le reclamé, la maldije, hasta que me vi dialogando a diario con ella y la fui dejando entrar porque también entendí que poco hacía yo resistiendo su inmensidad. Un día decidí que iba a aceptar su compañía. Preferí sentir que era yo la que elegía, a aceptar que se me había impuesto. Y me sentí digna. Era consciente de mi engaño pero me pareció que estaba bien si me lo permitía. Y así, por las tardes, nos encontrábamos en un marco de respeto y de distancia, y conversábamos. Aunque ella hablaba poco, siempre sentí que me escuchaba. Tardé el tiempo que dura un instante de revelación en comprender que ella, a quien tanto despreciaba, me hacía compañía. Durante muchos años, tomada por esa inmensidad hecha de nada, todo carecía de sentido, sin embargo se me hizo necesario repetirme: "estate siempre en movimiento". Sentía que en esas palabras estaría la salida aunque no tenía ninguna idea de cómo ni por qué, pero yo me movía, aunque fuera un movimiento casi imperceptible. Recuerdo días en los que ella venía de visita y yo tenía la necesidad de mostrarle que me movía, solía pensar que si me quedaba quieta iba a estar en peligro. Y me fui llenando de una íntima soledad en la que ella me acompañaba. Y probé de todo, y a mí, que siempre me ha gustado la vida, descubrí que el movimiento que reproducía -sin importar lo que hiciera- era el de buscar, y lo repetía, aún sin saber para qué pero me movía. Para sobrevivir generé lugares, proyectos, valoré mis afectos, y así, estando en movimiento, fui construyendo una nueva vida que no era la que solía ser la mía. Pasado el tiempo, a veces me parece mucho, otras veces poco, la angustia se fue tornando tristeza y aprendí a resignarme, diría que hasta dócilmente. Tampoco pude volver a tener hijos. Muchas veces me acongoja la conciencia de saber que nunca más seré quien era. Y extraño mi vida. Aprendí a saber esperar y a someterme al tiempo. Aprendí a ser paciente para construir aún en la desesperación. Y aprendí a sacarle a la muerte la vida que esconde. No sé si las cosas son así, tampoco importa, pero me sentí mejor. Estés donde estés, Pedrito, te abrazo fuerte y tiernamente. Mamá.